Clarín

Cuando la polarizaci­ón política llega al bolsillo

- Fabián Echegaray Politólogo. Director de Market Analysis, Brasil, y presidente de WAPOR Latinoamér­ica

Una semana después que Mauricio Macri asumió como presidente de Argentina el kirchneris­mo circuló un “manual de micro militancia K” instruyend­o como “resistir” al nuevo gobierno. Entre las técnicas de resistenci­a sobresalía­n las que usaban al consumo y los ámbitos de consumo para socavar la legitimida­d y los recursos del oficialism­o y sus apoyadores, por ejemplo intervinie­ndo con dibujos o frases los diarios de consulta en los bares porteños, realizar simulacros de protesta o performanc­es teatrales de concientiz­ación en supermerca­dos, boicoteand­o negocios de simpatizan­tes al macrismo o –por el contrario- comprando productos alineados con el kirchneris­mo. La arena privada y del consumo –asociados con la enajenació­n por el interés público y la política por el kirchneris­mose proyectaba­n súbitament­e como una entusiasma­da trinchera.

La extensión del conflicto partidario al mundo del consumo y marcas no es privilegio de los populismos de centro-izquierda. La extrema derecha brasileña movilizó simpatizan­tes en beneficio de los comercios cuyos propietari­os públicamen­te adhirieron al bolsonaris­mo, favorecien­do comer hamburgues­as y camarones en las redes Madero y Coco Bambu resctivame­nte, comprar ropa y tejidos en las tiendas Havan, decorar la casa con muebles de Sierra Moveis, cuyos dueños fueron más allá de expresar simpatías por el expresiden­te y terminaron investigad­os por conspirar y financiar el intento de golpe de estado del 8 de enero de 2023 cuyo beneficiar­io seria Jair Bolsonaro.

Esa dinámica se extendió a otros ámbitos. Los simpatizan­tes de las opciones progresist­as rehuyéndol­e a los ritmos musicales considerad­os bolsonaris­tas como el “sertanejo” y “pagode”, asociados a grupos del corazón derechista como el agrobusine­ss, el sindicalis­mo camionero y las milicias controlado­ras de favela.

Los derechista­s hicieron lo mismo con

La práctica de “consumo político” para politizar las relaciones con empresas lleva décadas.

los artistas de teatro y músicos que se opusieron al autoritari­smo bolsonaris­ta entre 2018-2022. Esa politizaci­ón de ámbitos privados llegó a salpicar ciertas marcas de chocolates propagande­ados por influencer­s críticos de Bolsonaro como Felipe Neto.

Los cientistas políticos Felipe Nunes y Thomas Trauman rotulan esa invasión de la mesa, armario y hogar del brasileño por criterios partidario­s de “calcificac­ión” de la polarizaci­ón política, una expresión incontesta­ble de que los antagonism­os partidario­s saltaron al nivel de los sentimient­os y del cotidiano.

Esa práctica más conocida como “consumo político”, usando el poder de compra para perseguir objetivos políticos o éticos, lleva décadas de ejercicio en América Latina y apunta a ciudadaniz­ar o politizar las relaciones con empresas y organizaci­ones con la intención de influirlas para que sigan valores y defiendan políticas favorables al modelo deseado de sociedad.

Vale recordar las protestas politizada­s contra los bancos argentinos durante el corralito tras el 2001, las arengas contra comprar la nafta de Shell y Esso por el expresiden­te Kirchner en mitad de los años 2000, la autoprocla­mación como “fiscales de (el expresiden­te) Sarney” en los supermerca­dos brasileños para controlar la inflación en los años 1980) o los boicots contra Zara en Brasil a inicios de la década de 2010 por uso de mano de obra esclava.

Encuestas realizadas por la consultora Market Analysis revelan que ya a principios del siglo XXI 26% de los brasileños premiaban corporacio­nes o marcas por su comportami­ento social, ambiental o ético. Ese porcentaje decayó durante el auge económico bajo el gobierno del PT pero en la medida que la economía estagnó y el país se fue polarizand­o partidaria­mente el uso del consumo político creció de nuevo: 29% previo a la pandemia; 32% hoy en dia, a inicios de 2024. O sea: uno de cada tres brasileños recompensó (en los doce meses anteriores) a una empresa o marca por sus posturas políticas o socioambie­ntales.

Formas de premiar pasan por comprar productos, hablar bien de marcas y empresas, recomendar­las para terceros. Pero el consumo político también pasa por castigar esos agentes cuando mantienen conductas percibidas como indeseable­s.

Ese boicot toma diferentes formas: dejar de comprar, hablar mal de marcas, asociarlas a eventos negativos e inclusive diseminar informació­n para perjudicar su reputación e imagen pública. A lo largo de los últimos 25 años, el boicot a empresas convocó a uno entre cada 4 o 5 brasileños (19%24% aproximada­mente).

En la Argentina ese porcentaje fue de casi el doble: un 43% durante la crisis del 2001, aunquese fue desplomand­o con el tiempo y hoy se estima en cerca del 10%. Los mexicanos también arrancaron el nuevo siglo dispuestos a salpicar sus relaciones de mercado y cotidiano con la política: 28% de ellos ejercía el consumo político de castigo en 2001. Casi diez años después, ese porcentaje se había moderado un poco, situándose en 21%.

Las fronteras entre lo politizabl­e y lo neutral ha sido barrida. ¿Debería sorprender­nos en momentos en que la polarizaci­ón contamina relaciones familiares, separa amistades y condiciona vínculos amorosos o íntimos?

Si las simpatías o antipatías partidaria­s regulan los afectos y anquilosan visiones de mundo, modelos de sociedad y pronóstico­s sobre el futuro de modo tan opuesto, se hace entendible que cada aspecto de la vida se convierta en una trinchera. Es como la polarizaci­ón afectiva molda nuestro cotidiano y –naturalmen­tenuestra comida, sala de estar, vestuario y entretenim­iento.▪

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