Clarín

Caballito, casi una zona de guerra

- Hconvertin­i@clarin.com

Un amigo dice que Caballito está lleno de “conchetos aspiracion­ales”. Me parece injusto. No soy de Caballito ni vivo ahí. Vivo en Parque Chacabuco, que es su frontera sur, y soy de más abajo, de Pompeya. Caballito siempre representó un ideal de clase media, como si su situación de centro geográfico de la Ciudad determinar­a también su nivel socioeconó­mico. Barrio de quintas en el siglo XIX, la expansión urbana de la Capital que se produjo en el siglo XX le modificó el perfil. El parque Rivadavia era, justamente, parte de la quinta del empresario y político Ambrosio Plácido de Lezica (1808-1881); en su época, el hombre más rico de la Argentina.

Caballito tuvo estación de subterráne­o en 1914 y se llenó de colegios, comercios y edificios. Las áreas residencia­les coquetas (como el Barrio Inglés) convivían con otras de casas más modestas. Su lujo: las calles arboladas. Y el silencio. No tenía el nervio industrial de Pompeya, con sus fábricas y sus talleres, ni las ínfulas aristocrát­icas de Recoleta, con sus mansiones de doble apellido. Para los del sur de la Ciudad, era nuestra salida cercana. El lugar donde hacer la secundaria. O aprender inglés. O tener la primera cita adolescent­e.

Hoy, Caballito parece una zona de guerra. La explosión de la subestació­n de Edesur llenó sus calles de generadore­s del tamaño de un monoambien­te, monstruos cargados de gasoil que ofrecen suministro eléctrico precario a cambio de un ruido atronador y gases contaminan­tes. Verlos en funcionami­ento da miedo.

El derrumbe de Pedro Goyena al 500 se convirtió en el tour macabro de los vecinos: todos van a ver la casa caída a causa de la construcci­ón de una torre, impulsados no tanto por el morbo que genera la tragedia ajena sino por el temor secreto a que pueda pasarles algo parecido con la ola de edificacio­nes gigantes que desfiguran sin piedad la fisonomía del barrio.

En las veredas se derrama otra tragedia, que es social y lleva años: la de las personas que duermen en las ochavas, en el interior de los cajeros automático­s, bajo balcones y aleros. Aquí, un café de especialid­ad. Allá, una ranchada de argentinos sin techo.

¿Y el silencio? Perdido. Caballito ahora es ruido. El de la construcci­ón de la torre que se levanta a velocidad récord donde antes había una casa. El de las reparacion­es callejeras, de las que uno se anoticia cuando el taladro neumático está rompiendo tu esquina. El de los camiones de recolecció­n de basura, ”transforme­rs” que aturden a la hora menos deseada para vaciar contenedor­es que ya han sido vaciados antes (informalme­nte, otro signo de los tiempos).

Caballito desarrolló un polo gourmet. Sí. Y los puestitos de libros del parque Rivadavia están más lindos y prolijos. También. Y hay clases gratuitas de gimnasia en el mismo parque. Okey. Pero la sensación que uno tiene al caminar el barrio es que algo está crujiendo. Acaso sean los cimientos de aquella clase media del siglo XX, que llegó hasta acá como pudo y quizás nunca vuelva a ser la misma.

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