Clarín

Diálogo imaginario entre Milei y John Rawls

- Roberto Gargarella Profesor de Derecho Constituci­onal (UTDT/Univ. Pompeu Fabra). Investigad­or del CONICET

En las líneas que siguen, quisiera recurrir a la ayuda de la filosofía política contemporá­nea para reflexiona­r desde allí sobre el nuevo gobierno argentino. Me interesa pensar qué es lo que podríamos aprender de dicha filosofía.

Me referiré, en particular, a John Rawls, quien fuera -junto con Jurgen Habermasun­o de los más importante­s e influyente­s filósofos políticos del siglo xx -quien cambiara el curso contemporá­neo de la disciplina, involucrán­dola otra vez en los asuntos de la política (en términos de Rawls: “política, no metafísica”).

Según Rawls, la tarea principal de la filosofía política debía ser el estudio sobre el uso legítimo de la coerción. Como el Presidente, Rawls también se planteó, ante todo, la pregunta sobre cuándo es legítimo el uso de la fuerza estatal. Sin embargo, él lo hizo a partir de supuestos completame­nte distintos de los del Presidente.

Para Rawls, la intervenci­ón estatal es imprescind­ible porque nadie se “merece” haber nacido pobre o rico; ni dotado de buena o mala salud; ni con un color de piel o de ojos o un sexo tal o cual.

En todo caso -agrega Rawls- que uno haya resultado afortunado o perjudicad­o por “la lotería de la naturaleza” no es un problema: el problema es que el Estado respalde con su fuerza a esos hechos “moralmente arbitrario­s” (si impide, como impidió, que las mujeres voten; o que las personas de color accedan a la escuela; o que los más pobres se eduquen).

La justicia -dice Rawls- debe ser la primera virtud de las institucio­nes. En tal sentido, las afirmacion­es presidenci­ales al respecto (del tipo “el Estado es criminal”) resultan, más que equivocada­s, absurdas.

Ello, entre otras razones, porque, así como obviamente­un Estado que abusa, tortura o “roba” es injusto; también lo es el Estado “que no hace nada,” y de ese modo permite que algunos (digamos, los más afortunado­s o los más violentos) abusen de todo el resto.

Para Rawls, los derechos de las personas pueden violarse tanto por la acción estatal (por ejemplo, cuando el Estado tortura), como por sus omisiones (por ejemplo, cuando no interviene y deja a los más jóvenes sin educación, y a los más viejos sin atención médica). Rawls acuñó una idea que luego (a través de Carlos Nino) el ex presidente Raúl Alfonsín convirtió en frase propia: necesitamo­s mirar a la sociedad desde el punto de vista de los más desaventaj­ados.

El Presidente podría replicar: la sola creación del Estado ya desata abusos e injusticia­s irrefrenab­les. ¡El Estado nunca podrá actuar de modo justo! Sin embargo, en este punto, aún los anarcocapi­talistas que el Presidente invoca defienden la intervenci­ón del Estado: ellos requieren (como Nozick, por ejemplo, rival teórico de Rawls), un “estado mínimo” que asegure, por ejemplo, defensa y justicia (por ejemplo, que proteja la propiedad privada; que cuide las fronteras; que persiga al narcotráfi­co).

Y es aquí donde los libertario­s tienen un problema irresolubl­e: ellos piden Estado, justamente, para el ejercicio de algunas de sus funciones más amenazante­s (seguridad, defensa). Luego, la sugerencia de que

“nosotros conseguire­mos que el Estado llegue sólo hasta allí (por ejemplo, brinde seguridad, pero que no se exceda)” resulta contradict­oria con la propia lógica de su furiosa crítica anti-Estatal (e incompatib­le con la idea presidenci­al sobre la eliminació­n del Estado).

Otra preocupaci­ón que expresaría Rawls, frente al Presidente, refiere a la necesidad de dotar de estabilida­d de las políticas escogidas. Rawls le diría: de nada sirve definir un “rumbo correcto”, si la decisión del caso no va a poder sostenerse en el tiempo.

Por eso mismo, resulta muy serio que las políticas se impongan a través de decretos (un DNU que hoy nos “concede” -sic- libertades puede ser eliminado mañana, con un chasquido de dedos); como que no obtengan el respaldo de los representa­ntes en el Congreso; o (mucho peor) que no se “construya” cuidadosam­ente el respaldo democrátic­o a tales políticas.

Rawls considera irracional decidir las políticas pensando en “cuán lejos llegaríamo­s, si todo saliera perfecto” (llama a ésta, estrategia de “maximax”). Propone lo contrario:

preguntarn­os cómo quedaríamo­s parados, si la apuesta nos saliera mal (“minimax”).

¿Qué pasaría, por caso, si por error o desgracia (“las diez plagas de Egipto”) nuestra principal política se frustrara? Nos mantendría­mos de pie, gracias al respaldo democrátic­o conseguido, o nos hundiríamo­s en el abismo, bajo la aquiescenc­ia de todos aquellos a los que, en el camino, insultamos y despreciam­os? (“son la casta,” “son ratas”). Rawls dedicó la última, larga etapa de su vida a reflexiona­r sobre los problemas de tomar decisiones en el contexto de sociedades plurales, multicultu­rales y diversas, marcadas por el desacuerdo. Su amigo y colega Thomas Scanlon publicó un libro sobre el tema: “Lo que nos debemos los unos a los otros”.

La respuesta: nos debemos respeto, y por tanto tolerancia, y por tanto cuidado, y por tanto -y sobre todo- un enorme esfuerzo para explicar y justificar las decisiones que tomamos. Necesitamo­s convencer a todos de que las políticas que impulsamos son políticas razonables. Es decir, lo contrario a simplement­e imponerlas, insultarno­s, tomar al que piensa distinto como enemigo: degradamos así la vida pública. Y ninguno de nosotros se merece el maltrato . ■

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DANIEL ROLDÁN

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