Clarín

Luego de que mi madre se suicidara pensé: “¿No alcanzan los hijos para evitar una decisión tan radical?”

Miradas. La autora tenía 11 años y durante un tiempo sintió que la observaban de forma extraña, como si ella tuviera respuestas. Hasta se llegaron a inventar cosas que nunca habían sucedido.

- María Cecilia Azzolina

Cuando una persona cercana muere, aunque todo se detiene, después de cierto tiempo sigue su curso vital, pero cuando quien muere es la propia madre, y de una forma atípica como lo es un suicidio, ese todo se estanca por años. No solo queda ese vacío que implica la ausencia sino también una catarata de preguntas que suelen no tener ninguna respuesta. Murió en julio de 2004, yo tenía once años. Su muerte dejó dudas que hasta el día de hoy, al menos para mis hermanos y para mí, no se saldaron. Pero las preguntas ya habían empezado hacía tiempo. Los hijos tenemos la capacidad de darnos cuenta cuando algo no está bien. Incluso cuando al vínculo lo amordaza una distancia que pretende ser bondadosa, alrededor todo se cimienta de silencio y es más evidente. Como hija sentía el peso de que todo lo que rodeaba a mi madre parecía estar en descomposi­ción. Una de las preguntas recurrente­s que venían en aquellos años de mi infancia en Paraná, tras su muerte, era: ¿no alcanzan los hijos?, ¿no son suficiente­s para torcer el destino de una decisión tan radical?

Con algunas ideas trastocada­s y los últimos rastros de fe, me preocupaba la idea de que su espíritu no pudiera despegarse de la Tierra. De hecho, no hubo entierro. No recuerdo que lo hubiera, mis hermanos tampoco. ¿Cómo puede ser que no lo recordemos?

Lo que sí recuerdo bien de aquel momento fue haber leído en un reconocido diario de la provincia, un titular que arengaba que mi madre se había quitado la vida delante de sus hijos. Una noticia falsa que intensific­ó las miradas y especulaci­ones ajenas. Durante meses, hasta que pasó la efervescen­cia, fuimos noticia.

Mi hermana mayor y yo nos mudamos con mi padre. Era la primera vez que viviría con él, que se había separado de mi madre cuando estaba embarazada de mí. Tengo un recuerdo muy nítido del día que nos mudamos a su casa, cuando fue a buscarnos en el auto, y al pasar por nuestra entonces escuela las puertas de entrada estaban cerradas y un cartel en negrita decía: “Cerrado por duelo”.

Mi madre era maestra jardinera en esa escuela. No me gustaba cruzármela, me sentía continuame­nte vigilada, incluso cuando no estaba cerca. Las maestras le contaban todos mis movimiento­s: qué hacía, con quién me juntaba, qué decía, en qué materias andaba mejor o peor, lo mucho que me desconcent­raba en las clases. Meses después de su muerte terminé la primaria y me cambié a

Creía que vivir ahí era el problema, que estábamos todos contaminad­os, que mi madre se había querido morir porque no podía tolerar las presiones, llevar adelante una familia ella sola”.

la misma escuela a la que había ido al jardín, donde la gente resultó ser más distante, pero igual aproveché el cambio para conocer gente nueva. Pensaba que al cambiarme de escuela las preguntas sobre mi madre disminuirí­an, pero a veces volvían en potencia y me dejaban sin respuesta. Como no sabía qué se decía y qué no en ese tipo de situacione­s resolví hablar poco y cuando respondía, con una de mis hermanas inventábam­os frases del estilo “se murió de tristeza” o “tuvo un mal día”. Era más sencillo que dar explicacio­nes sobre algo que ni siquiera nosotras podíamos entender. La muerte, la gran pérdida familiar, se inauguraba con ella.

Así llegó un momento en que se generó una suerte de efecto invernader­o: parecía que todos en nuestro círculo estaban enterados. Ya no hacía falta disimular, inventar frases, quedarse en silencio o hacer el ejercicio de juntar coraje para responder la verdad, y de alguna manera se volvió un alivio. Pero mientras tanto, yo empezaba a sentir una especie de falla congénita, un mal que había heredado de mi madre, que estaba siempre latente, y que cada tanto despertaba en mí algún síntoma. Tenía la sensación de que mi cuerpo había quedado débil, amenazado por algo. No crecía con miedo, pero sí con una incomodida­d que no se iba. Era como si la propia tierra me estuviera traicionan­do; enseguida me di cuenta de que no quería vivir ahí. En esa época además había empezado las clases de Teatro en el Centro Cultural Juan L. Ortiz, y con trece años ya pensaba en mudarme a Capital para estudiar actuación, algo que pensé que jamás ocurriría. No dije nada sobre el plan por años, excepto a mis hermanos; no quería que se echara a perder. Mi padre tampoco supo acerca de las clases de teatro hasta mucho tiempo después, cuando ya se hizo demasiado evidente que ocultaba algo. Aunque la verdad no lo hacía por nada en particular, simplement­e quería que fuera un secreto, que nadie me sacara las ganas.

Los años pasaban y yo seguía con la impresión de que algo no andaba bien. Era como bordear los límites de un terreno peligroso, vedado, del que había que mantenerse lejos para estar seguro.

Con mis hermanos teníamos un mecanismo similar: un poco nos contagiába­mos la mudez, la pasividad, y otro poco la disipábamo­s haciendo una vida libre, salvaje, próxima al río, al balneario, a lugares nuevos que nos resultaran desafiante­s. Nos llenábamos de actividade­s para no pensar, para que lo cotidiano decantara en otras cuestiones menos tediosas, más terrenales. Así fue que empecé a salir, con doce o trece años, todos los fines de semana: cumpleaños de quince, boliches, fiestas. Me terminé aburriendo de esa dinámica, y de un momento a otro dejó de interesarm­e. Tampoco me interesaba conocer a nadie porque hacerlo implicaba hablar mínimament­e de mi vida y la mayoría tenía una versión distorsion­ada que no estaba dispuesta refutar. La primera vez que salí con un chico, por ejemplo, tenía unos catorce años. Fabricio me pasó a buscar por la casa en la que ahora vivíamos con papá. Era morocho, alto; bigote y sonrisa perfecta. Nos cruzábamos en las clases de gimnasia deportiva a las que él también iba, y en las que en va

rias oportunida­des insistió para que saliéramos, a pesar de mi negativa. Pero un día le acepté la invitación. El plan, dijo, era ir a la playa, tomar algo fresco frente al río para paliar un poco el calor de esas noches de verano.

Llegamos a la playa con un viento denso que nos silbaba en los oídos y que zarandeaba la camioneta cero kilómetro para todos lados. Sabía que en cualquier momento caería una tormenta fuerte, de esas que barren con todo. Fabricio estacionó enfrente al parador, apagó el motor, y de pronto se hizo un silencio incómodo; le costaba mirarme a los ojos. Se lo notaba entre excitado y nervioso y yo también lo estaba. Era la primera vez que salía de madrugada, clandestin­a, con un tipo que rozaba la mayoría de edad y que, en realidad, a pesar de haberlo visto incontable­s veces entre pasillos y espacios comunes, no conocía. Hablamos un rato, más de lo que me hubiese gustado, y cuando por fin se decidió a arrimarse a mi asiento, estiró la boca hacía mí y me preguntó en seco: ¿Cuántos años tenía tu vieja?

Volví a casa empapada, más desconfiad­a que de costumbre. Desde entonces, salir con alguien me pareció una pérdida de tiempo.

Veo resabios de mi madre en la literatura y en lo que escribo. El momento de la escritura, sobre todo, la trae un rato de vuelta. Era una lectora exigente, gracias a ella conocí a escritores alucinante­s. Sacaba los libros de la biblioteca de la escuela y los llevaba a casa. También fue la primera persona que descubrí escribiend­o. Lo hacía a puertas cerradas, casi a escondidas, en la habitación más hermética de la casa, siempre por la noche. Nunca pudimos recuperar los archivos, tiraron la computador­a. Tenía cierta obsesión por la infancia, por todo lo que envolvía ese universo puro e inocente de los niños. Solía subrayar los límites entre la infancia y la adultez con frecuencia, y yo nunca logré entenderlo­s. Si se ponía a leer “El principito”, que releía seguido, al rato ya andaba diciendo que cuando los niños crecían, la adultez les arrebataba la inocencia, la ternura, y entonces ya no era la misma por el resto del día.

Me fui de Paraná dos días después de terminar el secundario. Tenía la valija hecha hacía semanas, los pesos contados, el deseo de empezar algo nuevo calentándo­me la sangre. Sentía rechazo por el ambiente, rabia. Estaba convencida de que vivir ahí era el problema, que estábamos todos contaminad­os, mi familia, la gente, que mi madre se había querido morir porque no podía tolerar la presión de tener ciertas cosas, de llevar adelante una familia sola, como lo percibía ella, aunque no fuera cierto, y que entonces yo también cargaría con esa preocupaci­ón y amargura. Tenía una imagen horrorosa del lugar en el que había nacido y quería irme cuanto antes. Sin embargo, algo de esa separación, de ese desarraigo, me resultaba culposo. Veía como una traición querer abandonar una parte tan importante de mí pasado, querer dejar atrás todos esos recuerdos en Entre Ríos que, después, una vez lejos, necesité recuperar. Hoy todo el tiempo busco volver a esa geografía.

Al río, al monte, a las tardes descalza corriendo por las calles con mis hermanos y otros pendejos, a mis animales, a esas imágenes silvestres, llenas de furia y de alegría de la infancia, de soledad, de fantasmas.

Terminé estudiando actuación y hoy soy profesora de teatro. También en Buenos Aires me encontré con la literatura, acá empecé a escribir. Sobrevivo como cosmetólog­a, dicen que soy muy buena, y a veces, a las clientas, les presto libros. Estoy convencida de que irme fue necesario para quitarle peso trágico a la historia. Hay lugares que tienen una energía muy poderosa. Mucho de lo que me incomodaba era entrar en ese territorio del recuerdo, del daño. Lo que quedaba boyando en el aire era el rumor, el tabú de los suicidas, el estigma, que se le pega a uno y que cuesta tanto sacarse de encima. A veces nunca. Repito, hay ciertos malestares que se vuelven motrices, anatómicos: náuseas, mareos, fatiga, palpitacio­nes, insomnio. En mi caso, hasta que pude oxigenarme y tomar distancia de los hechos, tuve la impresión de que mi cuerpo estaba más vulnerable, como en estado de alerta.

Este invierno, mi tío, único hermano de mi madre, organizó una cena con el fin de reunir a un ala de la familia que comparte el apellido, la mayoría primos que viven en otras provincias y que viajaron especialme­nte al encuentro. Con mis hermanos fuimos en representa­ción de mi madre. Sabíamos que era una buena oportunida­d para saber más de ella para, a partir de anécdotas o recuerdos que los invitados pudieran tener, hacer una suerte de reconstruc­ción de su vida. Algo que para nosotros había sido imposible, hasta entonces, por la escasez de datos. Me sorprendió que quienes se acercaron a hablarnos o a responder nuestras preguntas, lo hicieron recordándo­la con una alegría que hacíamos ajena a ella. Con algunos parientes no nos veíamos desde hacía veinte, veinticinc­o años, y apenas si nos reconocimo­s por fotos. Sin embargo, estaban ahí, devolviénd­onos una imagen de mi madre menos espectral, acaso más calma y luminosa.

Lo que pensamos que iba a ser una noche amarga no lo fue.

Ya no busco emanciparm­e de ningún daño. Paradójica­mente, y lo que deseo hace ya tiempo, es apropiárme­lo. ■

Línea de Prevención del Suicidio

Teléfono: 135 (línea gratuita desde Capital y Gran Buenos Aires) - (011) 5275-1135 o 0800 345 1435 (desde todo el país). Podés escribirno­s para compartir tu historia a mundosinti­mos@clarin.com

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Épocas. La autora, preadolesc­ente, y cuando era bebé. En su vida, tuvo días difíciles.
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R. ANDRADE STRACUZZI Reunión. Un hermano de la madre organizó una cena; hablaron de ella, paradójica­mente, con un recuerdo luminoso.

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