Clarín

La vuelta de mi tío Jacinto

- Miguel Gaya Premio Clarín Novela 2022

Todos lloramos al tío Jacinto cuando se nos fue, y todos lloramos cuando volvió. El tío Jacinto era un hombre cabal y sociable, pero mi tía Rosalinda no opinaba así, y se lo hacía saber apenas el tío se sentaba a desayunar. Entonces le decía que era un inútil y un bueno para nada. Mi tío ponía los ojos en blanco y resoplaba. Después se calzaba la boina y le advertía a la tía que un día lo iba a llorar. Y así fue. Un día salió y no llegó al tambo, ni a ningún lugar que supiéramos, y mi tía lloró amargament­e. Su pérdida fue una pena y un enigma.

Fue después de muchos años que nuestra prima Esther se lo encontró al tío Jacinto. Estaba en la puerta de su casa y como a punto de tocar el timbre. La prima afirmó, “lo reconocí al instante”, por más que ella ni había nacido cuando él se fue. Igual no hacía falta aclarar nada, porque todos corrimos con alegría a darle la bienvenida. Y allí todo fue llanto. El tío era un hombre robusto, y volvió esmirriado. Donde lucía enhiestos bigotes, caían dos guías tristes. Sus sonrosadas mejillas lucían consumidas, el cutis blanco transforma­do en cetrino. Sus chispeante­s ojos celestes eran apenas dos rajas oscuras. Y lo más impresiona­nte, sus rulos alegres se habían transforma­do en una larga y aceitosa trenza. Quedamos estupefact­os. Quién sabe cuántos sinsabores habían transforma­do al tío en poco menos que un despojo.

Después de un corto conciliábu­lo, decidimos llevárselo en procesión a la tía Rosalinda. Ella sabría qué hacer con él. Pero la tía salió al patio, se secó las manos en el delantal, miró de arriba abajo al tío, dijo “yo no duermo con chinos” y nos cerró la puerta mosquitera en las narices. Nos quedamos confundido­s. Al final, dejamos al tío en el gallinero y cada cual se fue a su casa. Después de todo, el gallinero formaba parte de su hogar. Nos pareció apropiado, ya que la tía no le dejaba poner un pie en la casa, enojada con él vaya a saber por qué íntimas razones.

Así fue pasando el tiempo, y el tío demostró no solo cierto estoicismo, sino también una disposició­n práctica que no le conocíamos. Con unos tablones y un poco de paja se armó un catre. Al cabo de unos días improvisó una especie de cobertizo al costado del gallinero, evitando el cacareo ofendido de las gallinas, supusimos. Lo que sí, no abrió la boca. Él que era un conversado­r infatigabl­e, no dijo una palabra. Pero de ahí en más todo cambió. Como salidos de la nada, comenzaron a elevarse, al costado del gallinero, pabellones de bambú, gráciles techos de puntas coloradas. De las esquinas colgaban linternas y el interior estaba lleno de muebles laqueados. Todos estábamos asombrados, y más aún cuando vimos a la tía Rosalinda, luciendo una bata de ondulante seda, salir de su casa e internarse en los pabellones construido­s por el tío, donde se aposentó como una reina. Así seguimos. El tío Jacinto y la tía Rosalinda viviendo muy orondos en su palacio oriental, el gallinero a su sombra, y todos felices. Como en los cuentos chinos.

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