Clarín

Así comienza el libro póstumo del Premio Nobel

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Volvió a la isla el viernes 16 de agosto en el transborda­dor de las tres de la tarde. Llevaba pantalones vaqueros, camisa de cuadros escoceses, zapatos sencillos de tacón bajo y sin medias, una sombrilla de raso, su bolso de mano y como único equipaje un maletín de playa. En la fila de taxis del muelle fue directa a un modelo viejo carcomido por el salitre. El chofer la recibió con un saludo de amigo y la llevó dando tumbos a través del pueblo indigente, con casas de bahareque, techos de palma amarga y calles de arena ardiente frente a un mar en llamas. Tuvo que hacer cabriolas para sortear los cerdos impávidos y a los niños desnudos que lo burlaban con pases de torero. Al final del pueblo se enfiló por una avenida de palmeras reales donde estaban las playas y los hoteles de turismo, entre el mar abierto y una laguna interior poblada de garzas azules. Por fin se detuvo en el hotel más viejo y desmerecid­o.

El conserje la esperaba con la ficha de inscripció­n lista para firmar y las llaves de la única habitación del segundo piso que daba a la laguna. Subió las escaleras con cuatro zancadas y entró en el cuarto pobre con un olor de insecticid­a reciente y casi ocupado por completo con la enorme cama matrimonia­l. Sacó del maletín un neceser de cabritilla y un libro intonso que puso en la mesa de noche con una página marcada por el cortapapel­es de marfil. Sacó una camisola de dormir de seda rosada y la puso debajo de la almohada. Sacó también una pañoleta de seda con estampados de pájaros ecuatorial­es, una camisa blanca de manga corta y unos zapatos de tenis muy usados, y los llevó al baño.

Antes de arreglarse se quitó el anillo de casada y el reloj de hombre que usaba en el brazo derecho, los puso en la repisa del tocador y se hizo abluciones rápidas en la cara para lavarse el polvo del viaje y espantar el sueño de la siesta...

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