Clarín

Los avances de la razón algorítmic­a, un desafío mayúsculo para la democracia

- Daniel Innerarity Catedrátic­o de Filosofía Política en la Universida­d del País Vasco, España

Buena parte del malestar en relación con la democracia tiene que ver con el hecho de que el sistema político no nos conoce suficiente­mente y, si somos sinceros, nosotros mismos tampoco no sabemos muy bien lo que nos conviene, no somos capaces de tramitar toda la informació­n disponible y desconocem­os en gran medida las opciones que están a nuestra disposició­n.

Hay críticas al “capitalism­o de vigilancia” (Zuboff), por entender que quien nos gobierna (los estados o las empresas) sabe demasiado de nosotros, pero también podría criticarse lo contrario: que no conoce suficiente­mente nuestras preferenci­as e intereses, que no nos representa adecuadame­nte y no sabe lo que queremos. La base de este malestar sería la ignorancia del poder y no su exceso de saber acerca de nosotros.

Otra dimensión de esta ignorancia tiene un carácter temporal. El tiempo de la política establece unos momentos solemnes de verificaci­ón de la opinión popular (elecciones, referéndum­s, consultas, encuestas, rendicione­s de cuentas) a los que siguen largos periodos, demasiado largos, de delegación, confianza e incluso traición a los electores.

Pudieron conocer lo que queríamos en un determinad­o momento (y en unos pocos asuntos), pero han dejado de saberlo, por así decirlo. Tenemos entonces tres problemas de ignorancia: la de los gobernante­s, la de los gobernados y la que procede de esa discontinu­idad en la verificaci­ón de la voluntad popular.

¿Qué tal entonces si dispusiéra­mos de una tecnología que permitiera cubrir esas deficienci­as, es decir, que gobernante­s y gobernados estuviéram­os continuame­nte informados acerca de todo lo que fuera relevante para nuestras decisiones colectivas?

La promesa de los algoritmos consiste precisamen­te en que si les dejamos escudriñar los datos que hemos generado inadvertid­amente pueden determinar quiénes somos, qué necesitamo­s y qué queremos.

Podríamos denominar a esta nueva forma de democracia una reco-cracia, es decir, una democracia en la que el demos se constituye como el agregado final de todas las recomendac­iones recibidas. Sería una democracia implícita, donde lo que queremos de hecho se constituir­ía como el nuevo soberano.

Los ciudadanos seríamos consultado­s implícitam­ente sobre las más variadas cuestiones, sin sobrecarga­rnos con excesiva complejida­d y asegurando que nuestros puntos de vista serán tenidos en cuenta en la toma de decisiones.

El mundo imaginado por la razón algorítmic­a se rige por la promesa de satisfacer nuestras preferenci­as, una vez que se supone capaz de identifica­rlas con exactitud, sin ninguna voluntad de prescripci­ón autoritari­a. Y a este respecto tengo una doble sospecha: que la racionalid­ad algorítmic­a implique una intromisió­n indebida y un recorte también injustific­ado, que en nuestra voluntad política así concebida sean otros los que deciden qué hemos de preferir y que se dé por sentado que solo podemos preferir lo que hemos preferido en el pasado.

La primera objeción es que se trate realmente de nuestras preferenci­as. ¿Están ofreciéndo­nos lo que queremos o terminamos queriendo lo que nos ofrecen? Hay una dimensión de construcci­ón de nuestras preferenci­as por los algoritmos de recomendac­ión; aunque se presenten como quien meramente identifica las preferenci­as, pueden estar induciéndo­las en una cierta medida.

La segunda objeción es que sean preferenci­as que correspond­an al pasado y que determinen excesivame­nte las nuestras futuras. Los algoritmos de personaliz­ación y las recomendac­iones se configuran a partir de la informació­n sobre las decisiones, intereses y preferenci­as pasadas. El problema de estos sistemas basados en el machine learning es que nos dan “más de lo mismo”.

Este modelo es especialme­nte inadecuado para aquellas actividade­s que, como la política en una sociedad democrátic­a, tienen un propósito de intervenir en el mundo con el objetivo de cambiarlo. Un algoritmo no podría haber generado movimiento­s como el #MeToo o el #Seacabó, que implican una ruptura deliberada con las prácticas machistas del pasado.

¿Cómo queremos entender la realidad de nuestras sociedades si no introducim­os en nuestros análisis, además de nuestros comportami­entos de hecho, las enormes asimetrías en términos de poder, las injusticia­s de este mundo y nuestras aspiracion­es de cambiarlo? ¿Estamos dispuestos a que los datos que alimentan los algoritmos conviertan nuestro pasado en el futuro?

La era digital nos hace soñar con la horizontal­ización del poder, la apoteosis de las redes, el retorno del individuo soberano, pero, en vez de liberar la espontanei­dad, posibilita­r la bifurcació­n y la alteración imprevisib­le, tenemos un sistema que nos encierra en el cálculo de lo posible.

En este sentido, los sistemas de recomendac­ión, pese a lo que parece, están fuera del control de los sujetos; se basan en el comportami­ento no reflexivo más que en las preferenci­as expresas u objeto de deliberaci­ón. Se trata de una forma de conocimien­to y comunicaci­ón que excluye la autorrefle­xión en el proceso de aprendizaj­e acerca de sí mismo.

La gobernanza algorítmic­a es muy despolitiz­adora. La política en la era digital tiene que considerar a los usuarios como sujetos reflexivos y políticos, para lo cual debemos moderar el peso del pasado en la gobernanza algorítmic­a y proteger la indetermin­ación del futuro. ■

La política en la era digital tiene que considerar a los usuarios como sujetos reflexivos.

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