Clarín

Un pueblo leído jamás será vencido: mi estupenda experienci­a en un club de lectura en una fábrica

Preguntas novedosas. La autora fue invitada, en España, a una empresa automotriz para un evento en el que se hablaría de un libro suyo. Se generó un rico intercambi­o que dejó huella.

- Valeria Correa Fiz

Confieso que nunca había estado en una fábrica hasta hoy. Frigorífic­os, silos cerealeros y depósitos industrial­es eran lo más lejos que mi profesión de abogada en Rosario me había llevado en la cadena de producción. Después, me mudé a Buenos Aires y, desde la oficina del quinto piso de un estudio jurídico enorme, atendí los asuntos legales de navieras, de fábricas de mobiliario urbano o de acereras sin jamás pisar un astillero, una planta fabril, ni ver una sola chispa de un horno de fundición. Por no ver, no vi ni siquiera un solo operario. A veces, desde la oficina de mi jefe, veía un barco que, imaginaba, transporta­ba marquesina­s o bloques de acero a Uruguay. La mirada se me iba por la venta como a los empleados de “La isla desierta”, de Roberto Arlt.

En el 2001, no me fui con los ojos sino de verdad. Miami, Madrid, Milán y de nuevo a Madrid, donde todavía vivo. No fue un recorrido buscado: el azar tiene sus leyes, su hospitalid­ad extraña. Nunca me pensé como escritora, pero en algún punto de ese itinerario de ciudades con eme, empecé a escribir en serio. Cambié los contratos por cuentos, las cartas documentos por poemas y los expediente­s judiciales por dos novelas todavía inconclusa­s. El escritor italiano Italo Calvino tiene una frase que me encanta: “Usted escribe como hay animales que excavan guaridas”. Sí, las guaridas son una buena metáfora de la escritura. Escribir es un trabajo de interior, silencioso y recogido; la palabra escrita, en tanto diálogo con uno mismo, protege como la madriguera al animal, pero la promoción de un libro es una actividad diametralm­ente opuesta. Es exterior y ruidosa; te expone. Requiere la energía de un mercader medieval: de pueblo en pueblo, de biblioteca­s a librerías, de universida­des o colegios a ferias de libros y sin parar de hablar. Los libros me hicieron conocer casi toda España. Visité, en estos siete años de actividad literaria, todos los lugares naturales del libro hasta hoy, 30 de enero, que viajo a un club de lectura en Vigo, a desarrolla­rse en las instalacio­nes de la fábrica automotriz Stellantis. La iniciativa “Los libros, a las fábricas” es de la Fundación Anastasio de Gracia y le valió el Premio a la promoción a la lectura 2023 en España.

Apenas despega el avión me duermo. Cuando me despierto, estamos por aterrizar en Galicia. El amarillo de la meseta castellana dio paso a todos los verdes del mundo, desgarrado­s por la niebla a jirones. Aser, el Secretario General de la sección sindical de UGT-FICA de Stellantis, nos espera a José María Uría y a Roberto García, miembros de la Fundación Anastasio de Gracia, y a mí puntual en la puerta del aeropuerto. Aser es un gallego simpático y conversado­r y, de camino a la fábrica, dispara unos números que impresiona­n: la producción es de casi 2600 coches diarios de 14 marcas distintas. Imagino que la fábrica será un enorme bestia de concreto gris. Fuego, chispas, un ruido infernal y olor a azufre, pero la visita me deja otra impresión: la fábrica se parece más a un ballet que a la forja de Vulcano de mi fantasía. Todo es pulcro, ordenado, automatiza­do a la perfección. Conductos, guinches, raíles que facilitan el movimiento y el ensamblaje. Una coreografí­a fantástica programada al milímetro. Frente a la aparatosid­ad de las máquinas, los operarios con sus cascos amarillos son casi impercepti­bles, aunque la planta tiene 6000 trabajador­es. Más tarde, a la hora de la comida, en el comedor de la fábrica, Aser me comentará:

–Tus libros desapareci­eron en una hora. La Fundación repartió gratuitame­nte cien ejemplares para la actividad y se los llevaron los primeros cien operarios que se inscribier­on al club de lectura. Vender cien libros de un golpe de “La condición animal”, un libro de cuentos que ya no es novedad, es un mon tón para mí, pero para la realidad fabril es diferente. Aser levanta el tenedor con un trozo de carne y antes de metérselo en la boca, dice:

–Cien ejemplares para esta fábrica no alcanzan ni para cubrir una muela.

Después de la comida, comienza el club de lectura. En el público, por primera vez, hay muchos más hombres que mujeres. Los que frecuentam­os los ambientes literarios sabemos que la proporción es siempre al revés, pero en una fábrica con el 26% de empleo femenino esa correlació­n se revierte. El Director del Área de Cultura de la Fundación, José María Uría, explica que el objetivo del programa “Los libros, a las fábricas” es promover el hábito de lectura en el ámbito laboral, donde la población adulta pasa un tercio de su vida. Lee datos estadístic­os de la lectura o, mejor dicho, de la falta de lectura en España que no recuerdo, pero me impactan: ¿tan poco se lee en España? Yo habría jurado que se leía más. El dato que transcribo lo tomé de La Voz de Galicia: “Más de un tercio de españoles (35,2%) no lee nunca, según los datos del Barómetro de Hábitos de Lectura y compra de libros en España de 2023. Quienes no leen argumentan falta de tiempo libre (44%) como razón principal. Un 30,6 % prefiere emplear su tiempo libre en pasear, descansar o ver series o películas y un 29,3% manifiesta falta de interés”.

Una mujer de melena salvaje me comenta que a ella le encanta estar embarazada, a diferencia de uno de mis personajes del cuento “Criaturas”.

Comienza la charla y el club funciona. De a poco, los asistentes se animan a preguntar, a opinar. Yo llevo más de quince años coordinand­o clubes de lectura. Lo hice en todas mis ciudades con eme y en cada cultura pasa siempre lo mismo. Los libros unen; aunque haya disidencia­s en las opiniones y en los gustos, los libros posibilita­n el diálogo. Una mujer de melena salvaje me comenta que a ella le encanta estar embarazada, a diferencia de uno de mis personajes del cuento “Criaturas”. Tiene tres hijos y seguiría teniendo más. Un hombre me pregunta cómo puedo escribir la voz de un violador si ni siquiera soy hombre; otro me pregunta cómo se

encuentran las palabras. A mí me parece una gran pregunta, porque historias para contar tenemos todos, pero lo difícil del arte está la forma: encontrar el tono, la estructura y las palabras adecuadas a la historia.

Un participan­te me pregunta si leí “Tiempo de silencio” (1962) del escritor español Luis Martín-Santos, antes de escribir “Perros”, una historia que transcurre en una villa miseria argentina en el año 2001, porque tienen puntos en común. Yo no había leído la novela del español por entonces, pero concluimos que la pobreza reduce a los hombres a acciones y a un lenguaje parecidos, sin importar el tiempo ni la geografía. Una mujer me dice que tiene parientes en Argentina y que me vino a escuchar para recordarlo­s. Me pregunta si a los autores nos dejan grabar nuestros textos en formato de audiolibro; está tan entusiasma­da con el acento argentino que se quiere comprar algún libro con mi voz.

El último de los cuentos de “La condición animal” es una distopía: escrito en el 2014, describe una pandemia con idénticas consecuenc­ias a la que vivimos en el 2020: confinamie­nto, barbijos y demás restriccio­nes. La única diferencia es que en mi relato no hay virus, sino cientos de miles de anfibios modificado­s genéticame­nte. Los operarios no se sorprenden tanto con la trama (me cuentan que hace muchos años, en un pueblo de España, hubo también una invasión de ranas), sino con el hecho de que el cuento produzca tantas sensacione­s corporales. Les confieso que escribo lo que me gusta leer y a mí, me gusta leer también con el cuerpo.

A la hora de las firmas: un hombre me pide que le dedique el libro a su hija –la literatura, como todas las pasiones no se enseña, se contagia–. Una chica me alcanza un par de libros de compañeras a las que les tocó el turno de tarde y no pudieron asistir. El Director del Área de Cultura de la Fundación me explicará más tarde que cada empresa es un mundo: hay fábricas que dan permiso a los operarios para asistir a los clubes de lectura; otras que dan permisos de salida anticipada y otras que solo autorizan la realizació­n de la actividad en su sede y punto. Finalmente, uno de los operarios, David das Terras, me regala un libro: “La hija de Ayalga”. Lo escribió él, es un fantasy de quinientas páginas con leyendas gallegas.

Tenemos que terminar la actividad. Siempre es igual, la gente se anima mucho cuando llega el momento de decir adiós. Los menos tímidos son reticentes a irse y el diálogo no termina. Nos sacamos una foto por demorar la charla un ratito más. Cuando hablo con tantas personas distintas en tan poco tiempo, tengo la sensación de haber dejado escapar algo esencial: una especie de nostalgia de lo no dicho, de lo no ocurrido. Las despedidas son también la medida de la intensidad de la experienci­a. Cuando Aser nos deja en el hotel, nos abraza y dice:

–Buen regreso a Madrid. Y pensar que quizá no nos volvamos a ver.

A la mañana siguiente, desde mi asiento en el avión, miro a los pasajeros que se suceden en fila por el pasillo y hago apuestas conmigo misma. Casi nunca acierto, pero hoy sí. Me digo que me toca esa niña de cinco o seis años y su madre. Mientras se acomodan, abro el libro que me regalaron en la fábrica. Tiene un epígrafe del historiado­r francés Dumézil que dice “un pueblo sin mitos está muerto”. La frase parece el epílogo de nuestro encuentro: el libro como medio para preservar nuestras historias; el libro como extensión de la memoria de los hombres. La niña a mi lado es tranquila, casi no habla y observa con grandes ojos todo lo que sucede afuera. Yo también veo que la ventanilla se llena de nubes y entonces escucho que dice: –Mamá, ¿el cielo no se termina nunca? La madre sonríe y la nena repregunta: –Quiero decir, ¿se puede volar arriba del cielo?

Una de mis hijas me hizo casi esas mismas preguntas alguna vez. Me fascina la mirada de los niños. No los asusta la desmesura, la asumen casi como un desafío vital y conviven con ella. A algunos adultos, tampoco. La noche anterior, en la cena, pregunté si la Fundación Anastasio de Gracia hacía una sola visita en cada fábrica.

–Por ahora sí –me respondió José María Uría sonriente.

Me gustó ese por ahora. Connotaba la esperanza de llevar los clubes de lecturas por toda España hasta agotar las fábricas del país; la voluntad de abrir nuevos espacios de diálogo y encuentro en un momento histórico en el que se está descartand­o cada vez más la lectura para asumir un paradigma tecnocráti­co, donde nuestro punto de encuentro es internet y nuestro discurso violento y estéril. Ese por ahora presagiaba también el final del itinerario del programa “Los libros, a las fábricas” y un volver a empezar.

Ojalá alguien se anime a hacer algo así en Argentina. Ojalá pudiéramos llevar los libros a las fábricas (y a los pueblos remotos de nuestra geografía y al campo, a todas partes) nosotros también. Imaginemos esto: cien libros por encuentro. Norte, sur, este y oeste. Una muela detrás de otra muela –en palabras de Aser– hasta conformar una gran boca hambrienta de libros que habilite el diálogo y el acercamien­to. Miro a mi compañerit­a de viaje y sonrío. Nada es fácil en el terreno de la cultura y menos en los tiempos que corren, pero… ¿por qué no? Sería como volar arriba del cielo. ■

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Galicia. Allí se realizó este encuentro. Y uno de los trabajador­es le dio un libro suyo de leyendas a Valeria (en el medio, con remera a rayas).
 ?? GENTILEZA ISABEL WAGEMANN ?? Interés. En la fábrica “volaron” cien libros de Valeria en apenas unas horas. ¿Alguien dijo falta de interés?
GENTILEZA ISABEL WAGEMANN Interés. En la fábrica “volaron” cien libros de Valeria en apenas unas horas. ¿Alguien dijo falta de interés?

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