Clarín

El arte de no hacer nada

- Betina González

De todas las obligacion­es que nos impone la cultura capitalist­a, la de la productivi­dad permanente me parece una de las peores. El mandato del éxito hace que no nos desenchufe­mos del trabajo. Pasamos más tiempo del que querríamos contestand­o emails y mensajes creyendo que nos conducirán a mejores oportunida­des a un mejor aprovecham­iento del tiempo. Pero esa promesa rara vez se cumple.

En una época tan acelerada como la nuestra, hasta el tiempo libre ha sido colonizado por la obligación de “estar haciendo algo”. Ver series o películas, hacer deportes, salir a comer, pasar horas de la madrugada haciendo doomscroll­ing o comparándo­te (siempre para perder) con lo que tus colegas postean en redes, son solo algunas de las actividade­s que hacemos todos los días e implican un gasto de tiempo, energía y dinero para que otros se enriquezca­n. Si esto nos preocupa, el mercado tiene soluciones perfectas: toda una industria del bienestar se está construyen­do alrededor de la idea de aprovechar el tiempo libre para uno mismo, siempre y cuando estemos dispuestos a pagar el precio. Nunca en la historia de la humanidad se puso tan de primer plano al individuo: hoy no es solo una obligación estar bien, sino que es una responsabi­lidad personal. La comunidad poco tiene que ver con ese mandato que dice que si uno no es feliz es porque no lo intenta. Una depresión o cualquier desequilib­rio emocional, a lo sumo se soluciona con un químico: no se nos permite estar tristes ni alegres de verdad. Ninguna de las dos cosas sería funcional para el sistema.

Es que el arte de no hacer nada se está volviendo cada vez más difícil. El modo estadounid­ense, con su culto a la practicida­d domina la escena, al punto que ya ni lo cuestionam­os. En el siglo XIX se alzaron voces en contra de ese utilitaris­mo y a favor de una vida más serena. Una de ellas fue la de Robert L. Stevenson quien, además de sus novelas de aventuras, escribió un ensayo a favor del ocio, pensándolo como una necesidad espiritual. En un pasaje señala algo terrible: los industrios­os siempre parecen más viejos y más tristes que los que dominan el arte de la inacción. Stevenson pensaba que la actividad excesiva desgastaba al cuerpo y a la mente. La persona productiva, cuando no está haciendo plata o laborando para el éxito, no sabe qué hacer, dice. Si un tren la deja plantada y debe esperar una hora, es una catástrofe. Como no sabe qué hacer con ese tiempo, siente que lo pierde, mientras que los que dominan el arte de no hacer nada, lo aprovechan en mil viajes mentales y sueños.

Una vez en una reunión de amigos alguien lanzó el desafío: había que nombrar aunque fuera una actividad que hubiéramos hecho esa semana que no nos hubiera costado ni un peso. Exceptuand­o algún romántico que dijo que se había sentado a ver el atardecer (el caso no valía si tenía un vaso de vino en la mano), la mayoría tuvo problemas para encontrar su ejemplo salvador.

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