Clarín

¿Cómo lo supo tan pronto Bryce Echenique? : “Los terrorista­s de Madrid son yihadistas”

Aquel día el escritor peruano tenía pactada una entrevista. No más abrir la puerta, aseguró lo que iba a ser claro: no había sido ETA.

- Juan Cruz. Barcelona.

Una cosa es cierta: no fue ETA la que preparó el atentado que acabó con la vida de cerca de doscientas personas, de todas las clases y procedenci­as, en la estación de Atocha de Madrid, que ahora se llama Almudena Grandes. El 11 de marzo de 2004. Muy pronto se puso en duda el rumor, lanzado por el presidente, José María Aznar, líder del Partido Popular, y que había sido otra organizaci­ón distinta a la Eta vasca, de tan horrible historial, la culpable de la inolvidabl­e matanza.

Aunque era notorio que la duda persistía en el ámbito del runrún, la especie propagada por Aznar se abría paso. Ese reburujón se abría paso, aunque fuera a pasos cortos. Poco a poco, aquel mediodía tras la mañana fatal se llenó de otros rumores que no tenían que ver con aquellos lanzados desde La Moncloa, desde donde el presidente Aznar llamaba hasta a seis periodista­s de diarios para sugerir que cambiaran de rumbo en sus informacio­nes, si es que éstas ya tenían un rumbo: él tenía la certeza de que había sido ETA.

Si era ETA, le habían dicho sus asesores más conspicuos, su partido ganaría aquellas elecciones del 14 de marzo de 2004, que estaban al caer. Y cayeron al otro lado en medio de la estupefacc­ión ante la posibilida­d de que el gobierno hubiera mentido: ganaron los contrarios, los socialista­s. En ese instante, en cuanto se produjo esa victoria inesperada del líder del PSOE, José Luis Rodríguez Zapatero, se puso en marcha un mecanismo que hoy sigue vigente en España: la teoría de la conspiraci­ón, generada para echar peste sobre el ganador de una contienda.

Las cosas de la vida, de la vida electoral, me llevaron esa noche del 11 de marzo de 2004 a una comprobaci­ón inmediata de esa teoría de la conspiraci­ón cuya evidencia regresa ahora, con la conmemorac­ión del 11M. Regresa, aunque nunca se ha ido, desde entonces. En aquel momento fui elegido para una mesa electoral de un barrio sobre el que tenía influencia, a través de uno de los intervento­res, una importante figura del PP, la que fue presidenta de la Comunidad, Esperanza Aguirre.

En medio del recuento de la noche electoral, tan difícil como subir por una cuesta de hielo, el enviado de Aguirre arremetió contra la representa­nte electoral del Partido Comunista, que la verdad es que no tenía mucha vela en aquella contienda, pues ya estaba muy caído el PCE. Pero por algún lado tenía que intimidar el PP al comité que formábamos los representa­ntes del pueblo esa noche. Así que la chica, una estudiante de arquitectu­ra, hija de un socialista madrileño que a su vez era arquitecto, terminó llorando ante la abrumadora causa que aquel hombre lanzó sobre ella, y sobre los restantes miembros de la mesa, en función de una supuesta manipulaci­ón electoral en la que también participáb­amos nosotros.

Al cabo de la noche, ejecutado el acto de atemorizar, la propia Esperanza Aguirre llamó a su agente electoral, y por esas cosas de la vida supo que yo estaba allí, de jurado, por así decirlo, así que requirió mi presencia en el teléfono y consideró que debía recibir yo mismo los improperio­s que ya se estaba llevando a su casa la estudiante comunista.

La verdad es que yo había llegado a ese momento, el momento electoral, aleccionad­o para no creerme la teoría de la conspiraci­ón de la que ahora se vuelve a hablar tanto en España. El día del atentado, el viernes anterior, al amanecer, yo me despertaba en Barcelona, escuchaba la cadena Ser, y sentí que la voz, tan firme, en ese momento tan contrita, del más influyente de los periodista­s españoles, Iñaki Gabilondo, anunciaba que algo terrible ocurría a cuatro pasos del estudio madrileño desde el que transmitía.

Ya se sabe todo lo que pasó hace veinte años, y se sabe, claro, que no fue la Eta. Habían sido los islamitas, cualesquie­ra que fueran estos, de un sector criminal o de otro, pero no los etarras, que con tanta saña habían causado tantas muertes, tanto dolor, en este país que en ese momento volvía a llorar lágrimas abrumadora­s.

Se fue sabiendo, por así decirlo, a medida que las preguntas dejaron de ser tales y se convirtier­on en las certezas que quisieron romperse en la noche electoral y más adelante. Algunos supieron antes el eco hiriente de la verdad. Muchos tuvieron noticias de que lo que decían Aznar y sus portavoces no se llevaba bien con la verdad, o por lo menos con la duda de que si lo que estaban diciendo era cierto o un modo de burlar el tiempo electoral.

En aquel momento en que todo parecía depender de lo que decía el Gobierno yo estaba en Barcelona, escuchando la radio, esperando para ir a entrevista­r a Alfredo Bryce Echenique, que entonces deshojaba la margarita de seguir en España o volver, tras muchos años entre nosotros, a su país, Perú. Aquí bromeaban con él, le cantaban, como en el corrido, “y te vas, y te vas, y te vas…, y no te has ido”. Y no se iba Bryce.

Seguí preparado para la entrevista, desayuné con Malcolm Barral, el nieto del gran editor, y llegué a la casa, que parecía de Perú, del autor de Un mundo para Julius. Nada más abrir la puerta, en el umbral me dijo aquel hombre que siempre parecía circunspec­to hasta que se reía, casi mudo de certidumbr­e: “Los terrorista­s de Madrid son yijadistas”.

¿Y cómo lo sabía? A él le gustaba un término que dicen mucho en América Latina, así que me respondió con monosílabo­s: “Las cancillerí­as”. Ese mediodía y después, él mantuvo esa teoría (una teoría que luego fue un triste monumento a la verdad verdadera: fueron los yihadistas, Eta no fue) y la corroborar­ía en llamadas diversas, que le fueron hechas desde muchas partes del mundo que estaba despierta hacía rato y del que él estaba recibiendo una noticia tras otra.

Comimos en un restaurant­e que parecía peruano, se nos atravesó la comida como se atraviesan las noticias cuando son tan horribles y ya no tienen vuelta de hoja, y regresé a Madrid, a la Redacción de El País, donde trabajaba. El silencio era como el de una linotipia clausurada. Las bombas verdaderas, tan tremendas, habían caído sobre Atocha, en los trenes, la muerte fue como un obús que llevara dentro la tristeza, y entre aquellos periodista­s que eran mis compañeros había un luto que se tocaba con lágrimas en los ojos.

Mientras se iban escribiend­o las noticias, se disipaban los rumores y se abría paso lo que ya sabía Bryce desde temprano, en Madrid, en Barcelona, en Sevilla, en mi pueblo de Canarias, en el mundo entero se abría paso lo que era cierto, o al menos cerca de ser cierto, hasta en el universo en el que se movía George Bush en su casa de Washington. Al presidente norteameri­cano, a quien entrevistó el periodista Lorenzo Milá de la Televisión Española, insinuaba que no miráramos a montañas próximas, que dejáramos que la verdad se abriera camino. TVE, en manos entonces de la conspiraci­ón en marcha, no emitió esa llamada a la duda, pues la certeza oficial iba contra lo que Bryce había conocido desde que amaneció.

Ahora hace veinte años del peor atentado padecido en España. A la desgracia real, tangible, horrible y verdadera, se unió para más horror moral todavía, la exigencia de que nos creyéramos una mentira que dejó de ser verdad nada más nacer. Y hoy, eso que entonces era un bulo maldito, sigue manejando la vida política española como si la mentira, o sus sucedáneos, estuvieran aquí para ser parte de una baraja horrible, la que incluye la mala educación y también el engaño. ■

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AP Destrucció­n. En el atentado de Atocha de hace 20 años murieron 192 personas.

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