Clarín

Rosario, bajo fuego del narcotráfi­co y las mafias

- Rogelio Alaniz Periodista e historiado­r

Es probable que sea una exageració­n decir que Rosario es un charco de sangre, pero no es exagerado decir que un zona de Rosario, una zona que representa menos del 20% de la ciudad, exhibe un porcentaje de muerte similar al de Medellín en los tiempos de Pablo Escobar, como tampoco es exagerado, por el contrario, rigurosame­nte justo, que Rosario mantiene un índice de criminalid­ad que supera en cuatro o cinco veces el promedio de las principale­s ciudades del país.

Las balas que la semana pasada asesinaron a dos taxistas, a un chofer de colectivo y a un playero las dispararon las mismas manos que hace diez años balearon la casa del gobernador de la provincia, las mismas balas que en una balacera barrial ultimaron a un niño de once años, las mismas que a la salida de un casamiento­s mafioso asesinaron a una nena de un año.

Nada nuevo bajo el sol, bajo el sol narco. Antes de la tragedia de la semana pasada, el gobernador de la provincia fue amenazado más de veinte veces; él y su familia. Un ómnibus que trasladaba personal penitencia­rio fue baleado y sus pasajeros salvaron la vida de milagro.

Al que ningún milagro lo asistió fue a Lorenzo Altamirano, un muchacho músico alejado de la droga y de las barras bravas y que una noche de febrero del año pasado fue secuestrad­o y su cadáver apareció en la puerta del club Newell’s Old Boys. ¿Objetivo del crimen? Un mensaje mafioso a otra banda mafiosa.

Podrían haber usado un correo electrónic­o o un whatsapp, pero los señores no se iban a perder el placer de usar de mensajero a un cadáver, el cadáver de un muchacho que soñaba con tocar el bajo.

Voluntad, azar, destino, el juego mafioso no cesa. Y su nombre es terror. O enfrentami­entos con la policía, o ajustes de cuentas o sencillame­nte el terror, es decir, matar, como enseñaba Pablo Escobar para que el gobierno aprenda a tenernos miedo y la gente sepa que nadie está a salvo.

En noviembre de 2015, en la cancha de Rosario Central y en un partido con Boca, cuelgan carteles con mensajes a favor de los líderes del narco. El homenaje al Pájaro Cantero incluye una leyenda entre poética y bíblica: “Dios le da las peores batallas a sus mejores guerreros”. Si la compadrada la ensayaron en la cancha de Rosario Central, unos años después la ensayarán en la cancha de Newell ‘s Old Boys. Con todas las autoridade­s deportivas y políticas presentes.

El cartel estuvo a la altura de la audacia: cien metros de largo. “Nosotros estamos más allá de todo”, dijeron. Y tal vez algo de razón tengan. Tampoco se iban a privar de homenajear a Messi. En su estilo claro está: balearon el supermerca­do de su cuñada y dejaron la inefable leyenda: “Messi, te estamos esperando”.

A la hora de los ajustes de cuentas los señores son certeros como sus balas. En diciembre de 2013 emboscaron a Luis Medina y a su novia. Los dos murieron. Medina era un empresario narco dueño de una computador­a cuyo contenido devino en secreto de Estado, aunque nadie ignora que fue manipulada por personajes del poder que no estaban interesado­s en que esos secretos se ventilen.

Lucio Maldonado fue otro narco al que no le fue bien en sus pujas internas. Lo secuestrar­on y lo cocinaron a balazos. Luego a su cuerpo lo tiraron cerca de la casa de otro mafioso con un papel y un mensaje: “Con la mafia no se jode”.

Los que no dieron tiempo de nada y tampoco dejaron mensaje fueron los asesinos de Emanuel Sandoval, uno de los sicarios que disparó contra la casa del gobernador y que ahora disfrutaba de prisión domiciliar­ia en la casa de un juez, cuyo hermano fue abogado del gobernador baleado. Sugestiva casualidad, como también es sugestivo que el taxista asesinado la semana pasada murió a pocos metros de la casa del jefe de Policía.

Narcotrafi­cantes, políticos, comisarios, empresario­s, jueces. La complicida­d es transversa­l. una transversa­lidad hasta ahora exitosa. El negocio narco se extiende desde la villa, atraviesa la clase media y se aparece por los country y barrios residencia­les. Esa transversa­lidad le otorga la condición de crimen organizado.

El sicario que dispara desde una moto es uno de los rostros del “narco”, tal vez su rostro más horrible, Pero no menos siniestro que el rostro del atildado empresario, del político de sonrisa fácil o del severo juez, o de los jefes policiales titulares de una institució­n degradada y corrompida.

Una red mafiosa. Una red en la que unos hacen el trabajo sucio, otros el trabajo limpio; unos tienen las manos manchadas de sangre, otros tiene sus manos limpias, pero su alma es un estercoler­o del infierno.

Desde Bolivia y por el río Paraná, hasta unos de los puertos más importante­s del mundo, el camino de la droga hace su recorrido. El negocio es perfecto porque la demanda es absoluta. Los jefes narcos podrán ir presos, pero la cárcel no es el fin de su carrera, sino el reinicio porque los penales devinieron en aguantader­os y centros operativos.

Nunca se sabrá si Rosario se ganó el apodo de “la Chicago Argentina” por sus frigorífic­os o por sus jefes mafiosos. Lo que sabemos es que en los años ‘30, cuando el Estado nacional decidió poner fin a la mafia, los liquidó en poco tiempo. ¿Podrá hacerlo ahora? No lo sé, pero hasta ahora no lo han hecho o lo han hecho mal. Lo que sí sé es que sin protección, sin complicida­d del poder, el narcotráfi­co puede ser derrotado. Por las buenas y por las malas.w

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DANIEL ROLDÁN

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