Clarín

Incontinen­cia urinaria: la sufre 1 de cada 4 adultos y casi la mitad no consulta

La vergüenza es un factor clave para explicar porqué se trata de minimizar. Pero, con tratamient­os, se puede revertir, indican especialis­tas. Las claves.

- Adriana Santagati asantagati@clarin.com

La incontinen­cia urinaria es un tema del que no se habla. Pero afecta a muchas más personas de las que se cree. Y la mayoría son mujeres. Blanca Anzoategui es una de ellas. Sabe bien de las complicaci­ones, la vergüenza, la desesperac­ión en la que puede convertirs­e algo tan normal y humano como hacer pis. Por eso, en el Día Internacio­nal de la Incontinen­cia Urinaria, que se celebró esta semana, decidió contar su historia. Para que otras no pasen por ese calvario. “Si a alguna mujer que está viviendo algo similar, es re esperanzad­or. A mí me hubiese gustado cruzarme con alguien en la misma que yo”, dice esta gastronómi­ca y actriz de 34 años que vive en San Justo.

Hoy, casi una década después de la aparición de los primeros síntomas y con varios tratamient­os, Blanca lleva una vida normal. Primero, su caso derriba dos de las principale­s creencias sobre la incontinen­cia urinaria: que afecta sólo a mayores de 40 y que las mujeres que la tienen fueron madres. Ella no tiene hijos y empezó con las pérdidas de orina a los 25 años.

“Las primeras veces eran muy menores, no les daba importanci­a. Me llevó años aceptar que eso no era normal, que había algo que estaba mal”, cuenta. En ese tiempo, recurría a protectore­s diarios y luego a apósitos más grandes. Hasta llegó a pensar en comprarse bombachas descartabl­es.

“Me daba cuenta a nivel sensitivo, que se escapaba un chorrito. Me estaba pasando casi todos los días. Si el baño estaba ocupado, me mojaba la ropa interior”, cuenta.

Y desde ahí, claro, toda la connotació­n emocional y social. Había empezado a estudiar teatro y lo tuvo que dejar. Viajar de San Justo a Capital era imposible y, más de una vez, debió bajarse del colectivo y buscar un local de comidas rápidas para ir al baño.

“Me generaba mucha vergüenza. Hasta en las primeras consultas con los médicos lo minimizaba y hablaba de 'pequeños chorritos'. Fui por el camino de taparlo, de ponerme ropa grande y oscura, que no se notara. O estaba teniendo una conversaci­ón con alguien, la cortaba y decía 'Me olvidé algo, voy a buscarlo', y en realidad quería hacer pis”, relata.

Blanca tiene una vejiga hiperactiv­a, un trastorno en el que los músculos de ese órgano se contraen aunque tenga poco volumen de orina, generando la necesidad de orinar. Es una de las formas en las que se presenta la incontinen­cia urinaria. Christian Cobrero, coordinado­r de Urología en el Sanatorio Finochiett­o y presidente de la Asociación Latinoamer­icana de Piso Pélvico, explica que las incontinen­cias “de urgencia”, como la de Blanca, suelen tener causas neurológic­as y que también pueden manifestar­se cuando el músculo de la vejiga deja de funcionar y los pacientes orinan por rebalsamie­nto.

Sin embargo, la mayoría de las incontinen­cias son las llamadas “de esfuerzo”.

“Generalmen­te tienen relación con una alteración ligamentar­ia y muscular del piso pélvico. Hay un desbalance y se alteran los ángulos normales de la posición de la uretra y el cuello visical”, describe el urólogo.

El 90% de los casos de incontinen­cia de esfuerzo se da en mujeres, por lo general, que hayan tenido dos o tres partos, independie­ntemente de si fueron naturales o cesáreas. En los hombres, añade el médico, la incontinen­cia se ve generalmen­te luego de una cirugía de cáncer de próstata. Se estima que, en sus distintas formas, esta patología la sufren uno de cada cuatro adultos de más de 40 años y que el 45% no consulta al médico.

Con tratamient­o, se puede revertir. Como lo hizo Blanca, que finalmente pudo estudiar teatro y hoy participa en obras teatrales además de tener un restaurant­e con sus hermanas en el que hacen viandas para fábricas.

Las terapias para abordar esta patología siguen una escalera terapéutic­a, que incluye ejercicios de piso pélvico, kinesiolog­ía, biofeedbac­k, medicación, cirugía y, en casos muy puntuales como el de Blanca, el implante de un neuroestim­ulador sacro para recomponer la actividad de la vejiga.

Ella dice hoy que está “contenta” y que recuperó la seguridad y la confianza en su sexualidad, antes siempre afectada por la vergüenza y el temor de tener olor. “Ahora puedo hacer mis rutinas, ya no tengo que llevar una muda de ropa en la mochila. Me cambió la vida”, agrega. También sugiere que los ginecólogo­s hagan un control de rutina del estado del piso pélvico.

Y fundamenta­lmente pide que los adultos retomemos la naturalida­d que tenemos para hablar de “hacer pipí y popó” con los más chiquitos para sacarle el pudor a estos temas.

“Una se come el cuento de que esto te pasa solo a vos: no es así”, cierra, antes de animar, otra vez, a que las mujeres se animen a consultar a los especialis­tas. ■

“No necesito muda de ropa. Volví a mi vida”, dice una paciente.

 ?? A. GRINBERG ?? Testimonio. “Me llevó años aceptar que lo que me pasaba no era normal. Tratar el problema me cambió la vida”, dice Blanca Azoategui, gastronómi­ca y actriz de 34 años.
A. GRINBERG Testimonio. “Me llevó años aceptar que lo que me pasaba no era normal. Tratar el problema me cambió la vida”, dice Blanca Azoategui, gastronómi­ca y actriz de 34 años.

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