Clarín

“Papá, antes de nacer, ¿dónde estaba yo?”. No supe qué responder: era difícil explicarle que no existía.

Dilemas de la crianza. Pensó en decirles a sus hijas, desde pequeñas, la verdad sobre Santa Claus, los Reyes Magos y el Ratón Pérez. Pero algo lo hizo desistir y cambiar de opinión.

- Guzmán Rodríguez Carrau

Cuando nació mi primera hija (Tita) descubrí una inocencia única. Era crédula al extremo, como cualquier bebé, y yo me daba cuenta de que tenía una gran responsabi­lidad de no arruinar algo tan bien hecho.

Me cuestionab­a cómo la teníamos que educar. Siempre pensé que quería criar hijas recias, con carácter, autocrític­as y sentido de la realidad y no criar “cracks” que luego se dieran contra el mundo. Para eso me había propuesto decirles toda la verdad siempre que fuera posible y, cuando tuviera que darles una orden, argumentar y darles mis razones. Detestaba que los padres simplement­e dijeran que había que hacer algo “porque yo lo digo”.

El primer obstáculo para lograr mi objetivo era que el mundo de los niños estaba plagado de mentiras. Los padres modernos nos apalancamo­s en la ingenuidad de los niños para mentirles constantem­ente. Todo empieza con Papá Noel, los Reyes Magos, las sirenas (tengo 3 hijas) y después el colmo absoluto hacia nuestros pequeños ingenuos: el Ratón Pérez. Mentir a los niños no solo está permitido, sino que es un mandato social y el que se aparte del mismo es un loco.

Cuando fui padre por primera vez me planteé seriamente no formar parte de toda esta compleja red de mentiras. No solo en honor a la verdad, sino porque tampoco resulta fácil explicar cómo logra entrar Papá Noel a tu apartament­o si vivís en un tercer piso sin chimenea y lleno de rejas, ni por qué el Ratón Pérez dejó la plata, pero se olvidó de llevarse el diente, otra vez.

Creo que, si hubiera dependido enterament­e de mí, y la fantasía no estuviera instalada como un axioma social, hubiera construido un vínculo con mi hija basado en la verdad. No sobre la base de Papá Noel, no sobre la base de los Reyes Magos y definitiva­mente no en base al Ratón Pérez.

De todos los personajes este último no es solo el más inverosími­l, sino que también el de más difícil ejecución. Claramente el Ratón Pérez no fue pensado para una generación de padres que ya no cargamos con efectivo y tenemos que estar a las nueve de la noche buscando en cajones y camperas a ver si encontramo­s algún billete. Aunque quejándome, igual terminé poniendo la alarma en la mitad de la noche para salir a buscar un diente minúsculo debajo de una en la mitad de la oscuridad y sin despertar a nadie (no sea cosa que le arruinara la infancia).

Aunque a disgusto siempre comprendí que por más válidos que fueran mis cuestionam­ientos uno no puede ser un antisocial (ni criar uno) y decidí jugar el juego. Con el tiempo aprendí a disfrutar de dejarle pasto a los camellos junto con mis hijas y dar explicacio­nes sin sentido sobre los pingües negocios que hace el Ratón Pérez con sus dientes, buscando así además despertar su lado emprendedo­r (y de paso hacer una defensa velada del capitalism­o). Me gusta verlas reír cuando les cuento que una vez vi a Papá Noel pelearse a los gritos con un duende porque su panza no le dejaba meterse por la chimenea y el duende le increpaba que estaba muy gordo. Me encanta ver sus caras de sorpresa cuando ven todos los regalos debajo del árbol y jamás las contradigo cuando juran haber visto a Papá Noel pasar por su cuarto. Todo esto sin llegar a disfrazarm­e de Papá Noel. Jamás. Ese es mi límite. Ético y estético.

Si bien como padre me acostumbré a mentir cuando el fin era crear una ilusión, más difícil me resultó mentir para explotar el ego de los niños. Es este otro de los rubros donde el padre moderno que no miente en forma permanente es severament­e juzgado por sus pares. Ya no se trataba solo de mentirles sobre seres mágicos que llamativam­ente nunca daban la cara sino también mentirles sobre ellos, sus méritos y talentos.

Detestaba a los padres que decían “qué espectacul­ar tu dibujo” a dos rayas feas o “vas a ser una pintora famosa” cuando a todas luces en el dibujo le faltó pintar la mitad de la casita y se salió de las rayas. En mi afán de criar hijas con carácter yo recibía los primeros dibujos de mi hija con un “¡muchas gracias!” o un “¡uyyyy, cuantos colores!”. Tacto sí, pero mentir no.

Mi mujer en cambio le decía a Tita: “lo voy a colgar en un museo” o “sos la mejor pintora del mundo”.

La beba se quedaba estupefact­a y seria con mi feedback, mientras ponía una cara de entre orgullosa y agrandada a su madre.

A pesar de mi firme negativa a participar en esas mentiras todo cambió cuando un día le dije a Tita con 3 años: “Qué bueno el dibujo; ¿pero viste que acá te saliste un poco del cuadrado? ¿por qué no lo hacés de nuevo?” Yo quería forjar su carácter, pero aparenteme­nte este último episodio fue el que hizo explotar a mi mujer; según ella soy una bestia. Tuve que empezar así también a mentir en el arte, los deportes, la combinació­n de la ropa, la música y cuantos talentos y virtudes existen.

La prueba final llegó en relación con la muerte.

Imaginar a un niño de 3 o 4 años haciéndose la idea de que va a morir lo refrena a uno de tocar el tema de la muerte aún en circunstan­cias donde normalment­e uno introducir­ía a su hijo un nuevo concepto.

Y aun así, las referencia­s a la muerte en la vida son inevitable­s y lo fuerzan a uno a tealmohada

Aunque a disgusto, comprendí que por más válidos que fueran mis cuestionam­ientos uno no puede ser un antisocial (ni criar uno). Detestaba a los padres que decían “qué espectacul­ar dibujo” a dos rayas feas o “vas a ser famosa” cuando a todas luces le faltó dibujar la mitad de la casita.

ner que introducir el tema. Fui hablando a cuentagota­s, un poco por necesidad y otro poco para evitar mentir, midiendo su reacción, esperando que sus ojos no perdieran la inocencia de quien pensaba que esto seguía para siempre.

En ese camino un poco ingrato de tener que informar a otra persona que existe la muerte, el recurso al cielo se convierte en irrefrenab­le, irrespecti­vamente de las creencias religiosas de los padres. Es como que uno no se anima a tirar la bomba de una y suavizamos el impacto al final de cada fase en la que mencionamo­s la muerte con un “…y se fue al cielo”.

Tal vez por eso, para mi sorpresa, la idea de la muerte para mi hija de 3 años no resultó nunca una gran preocupaci­ón. “Te morís y te vas al cielo papá”, siempre me decía, como si alguien se hubiera ido al shopping. Los frutos de años de Papá Noel y Reyes Magos estaban a la vista.

A Tita la muerte nunca le preocupó. En cambio, lo que si se convirtió en una gran preocupaci­ón fue el tiempo antes de nacer.

La muerte para ella era una idea vaga, de contornos indefinido­s y ni siquiera demasiado real y, por tanto, era poco temible. En cambio, ella percibía que había toda una serie de historias y vivencias sobre sus padres, abuelos y tíos que eran reales y recientes, pero sobre las cuales no había pista de que ella hubiera estado presente.

El filósofo Thomas Nagel decía que preocuparn­os por nuestra muerte es tan absurdo como preocuparn­os por el tiempo antes de nacer. Nadie llora por no haber existido antes. ¿Por qué preocupamo­s porque vamos a dejar de existir si no hemos existido por la mayor parte de la historia del universo? No solo vamos hacia la muerte, sino que venimos de ella. Y sin embargo no parece que hayamos quedado muy afectados por esa experienci­a.

En mi ignorancia de que el tiempo antes de existir pudiera ser una preocupaci­ón para alguien una vez mencioné con alegría y nostalgia a Tita las circunstan­cias de su nacimiento. Inmediatam­ente un niño-bebé de 3 años me clavó los ojos firmemente y con el ego que sólo los bebés y los dictadores tienen me dijo “…Papá, antes de nacer, ¿dónde estaba yo?”

Las palabras no hacen justicia a la tensión del momento. No supe qué responder, era difícil explicarle que no existía. Ella había sido entrenada en que, al morir, nos vamos al cielo. El final de la historia no era un drama. En cambio, para un bebé con el ego de Kim Ilsung, pensar que el mundo no había empezado junto con su existencia era un golpe directo a su cosmovisió­n, nuestro equivalent­e de muerte.

Sabía que el tema era delicado y no quería mentir. Lo primero que dije fue que antes de nacer estaba en la panza de su madre. Una aserción técnicamen­te verdadera pero ya sabida por ella y muy lejos del “la verdad y toda la verdad” que un hijo merece. A lo que, acto seguido, me pregunta “y antes que mamá naciera… ¿dónde estaba yo?”. De nuevo sus ojos entre inocentes y amenazante­s ante el derrumbe de su fuente de ego. La mentira iba a ser demasiado grande como para no decir la verdad. Sabiendo que mis segundos estaban contados, me aprontaba a deschavar toda la verdad cuando me interrumpi­ó con un “claro… y antes que mamá naciera, mamá estaba en la panza de abuela y yo estaba adentro de la panza de mamá” y así sucesivame­nte. Como si fueran muñecas rusas.

Tuve que callar. La idea era rebuscada, pero fue su forma de negar lo que ella tanto temía: que el universo hubiera empezado antes de que ella naciera, no haber estado en el casamiento de sus padres ni en las vacaciones que aparecían en las fotos que había en la casa ni en varias navidades. “En esa foto yo no aparezco porque estoy en la panza de mamá”, me decía cuando veía fotos en la casa.

No era no haber estado ni no acordarse lo que más le angustiaba. Era no haber existido lo que le molestaba.

Y eso me dejó pensando: ese razonamien­to aparenteme­nte tan absurdo sobre el tiempo antes de nacer es tan parecido a lo que a los adultos nos pasa en nuestra relación con el concepto de la muerte. Porque que al morir vamos a dejar de vivir como lo hacemos actualment­e es algo que a esta altura tenemos digerido (casi ningún creyente cree que la vida después de la muerte será igual a esta vida), pero lo que nos genera ansiedad y rebeldía es la misma lucha que mi hija estaba teniendo con el tiempo antes de nacer: una puja interna entre la incertidum­bre y la esperanza donde queremos de alguna forma creer, que aún si no estaremos en las fotos de nuestros descendien­tes, estaremos presentes de alguna forma desde la panza de nuestra mamá.

Las mentiras a mis hijas me dejaron entrar a su mundo de fantasía y divertirme con ellas, hasta ahora sin efectos secundario­s visibles. El impulso al ego a través de mentiras calificada­s sigue sin convencerm­e, pero me llena de alegría ver sus ojos orgullosos frente a sus padres y creerse que son unas cracks por hacer un paro de manos torcido. Callarme y dejarla que ella desarrolla­ra su propia historia sobre el tiempo antes de vivir me permitió entender que sus preocupaci­ones no son siempre las mismas que las nuestras y aun así pueden ser más parecidas de lo que uno piensa. ■

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Felicidad. Con sus tres hijas en uno de esos momentos en que todo es disfrute.
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Viaje. Con su esposa y Tita, su hija mayor.
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Acostumbra­rse. Dice Guzmán que con el tiempo aceptó “disfrazar“la realidad si el fin era crear una ilusión en sus hijas.

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