Clarín

La cárcel del oficinista

- rgarzon@clarin.com Raquel Garzón

“¿Te apetece?” es la expresión que los españoles usan para darle forma al deseo. Alude tanto a la mesa como al tiempo libre y a cualquier otra cuestión que requiera definir por dónde van las ganas.

Esta mañana la usé naturalmen­te y, por primera vez, casi cuatro años después de nuestra vida aquí, sentí que Madrid empieza a ser no sólo un espacio sino un “lugar” (la distinción es del geógrafo humanista de origen chino Yi-Fu Tuan), que imprime en las personas la personalid­ad y el estado de ánimo de todo un paisaje.

Llevada al extremo, la pregunta por lo apetecible (las cosas, emociones y experienci­as que sentimos esenciales o deseables y distinguim­os de aquello prescindib­le) es la que induce a robar a Morán, el protagonis­ta de “Los delincuent­es”, de Rodrigo Moreno.

El cineasta argentino acaba de ser homenajead­o en Casa de América, que dedicó cinco días a exhibir sus películas en Madrid, entre ellas, esta historia que representó a Argentina ante los Oscar.

Morán decide llevarse del banco en el que trabaja el dinero equivalent­e al sueldo de los años que les faltan para jubilarse a él y a Román, un compañero de oficina al que convierte en cómplice.

Afrontará las consecuenc­ias del delito sin chistar porque para él no tener que pasarse un cuarto de siglo fichando vale los tres años y medio de cárcel que le tocan después de entregarse y confesar (mientras la plata es custodiada por Román, de quien nadie sospecha). Compra tiempo de vida a precio de oprobio y de prisión.

La película atraviesa distintos géneros (comedia, policial…) y despliega su utopía con arte, humor e inteligenc­ia. Una de las actividade­s que Morán desarrolla tras las rejas es leer poesía y entre los textos que descubre está “La Gran Salina”, del entrerrian­o Ricardo Zelarayán (1922-2010), autor marginal y libérrimo, devenido en mito para la generación del 90.

En ese poema (extenso como el encierro del personaje), un viaje en tren por las Salinas Grandes (lugar, no espacio) se convierte en obsesivo rumor que enmarca recuerdos, ocurrencia­s e interpreta­ciones.

La espectador­a que hay en mí celebra el plan de Morán que depara tres horas de gran cine. La lectora sabe, en cambio, que la literatura depara esa libertad interior en cualquier sitio y que el bancario podría haberse ahorrado la cárcel (nunca apetecible) de haber empezado a leer poesía en sus años de oficina. ■

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