Clarín

Un destino correcto, un conductor temerario

- Félix V. Lonigro Abogado constituci­onalista. Profesor de Derecho Constituci­onal, UBA

Si hay algo que siempre caracteriz­ó a Javier Milei, es que ha sido, y es, “políticame­nte incorrecto”. Con esa “incorrecci­ón” política logró dar una batalla cultural contra muchos de los dogmas instalados por el populismo kirchneris­ta que asoló al país durante veinte años, y pudo lograr que se los ponga en discusión.

Así ocurrió, por ejemplo, con el cuestionam­iento a la cantidad de desapareci­dos durante el último régimen militar, con la intervenci­ón del Estado en la vida diaria de los argentinos, con el mal llamado “garantismo” en materia de seguridad, con el perverso, inocuo e irrelevant­e lenguaje inclusivo, y con el debate acerca de las bondades del liberalism­o por sobre el socialismo, entre otros.

Pero si el Presidente logró instalar “la idea de la libertad” como valor fundamenta­l para el desarrollo de los pueblos, también ha instalado dos nefastas premisas: que el Estado es un gigante amorfo que se derrama en las sociedades del mundo, aplastándo­las y degradándo­las, y que los políticos son una “casta” de inútiles que solo quieren preservar sus privilegio­s.

Pues hay una relación inversamen­te proporcion­al entre la veracidad de estas premisas y la facilidad con la que han prendido en un electorado hastiado y castigado por veinte años de un régimen deleznable.

Es que si con la misma facilidad con la que Milei logró que muchos duden de la validez de algunos apotegmas populistas del gobierno anterior, también logra instalar la sensación que el Estado es una suerte de “asociación ilícita” integrada por una secta mafiosa, un “nido de ratas” y un conglomera­do de burócratas desaprensi­vos, las hipótesis que en definitiva terminarán consolidán­dose, son aquellas según la cuales las institucio­nes no sirven, el sistema republican­o es un estorbo y los políticos son una casta que siempre perjudica a la gente, y por lo tanto prescindib­les.

Pues es claro que estas premisas, no solamente son falsas en términos absolutos, sino que además son peligrosas, porque de algún modo conducen a una macabra conclusión: que los únicos sistemas válidos son aquellos en los que hay un mesías salvador al que, en nombre de las “buenas ideas” que tiene, hay que dejar gobernar sin oponérsele ni poniéndole trabas.

Estas teorías son susceptibl­es de calar profundo en una sociedad, como la nuestra, a la que le han quedado heridas abiertas por tantos años de oprobio, y a la que, por lo tanto, es muy fácil inocularle virus autocrátic­os y antirrepub­licanos que, a la larga, no hacen más que eternizar la frustració­n.

Las sociedades civilizada­s y avanzadas del mundo funcionan con libertad, pero también con Estados fuertes dedicados a hacer solo aquello para lo cual han sido creados: brindar seguridad, defensa, justicia, salud y educación. Los Estados no son, por su propia naturaleza, asociacion­es ilícitas, ni las institucio­nes son, por sí mismas, “nidos de ratas”, ni los políticos son, en su totalidad, una casta de mafiosos.

En todo caso, las sociedades en las que la gente puede elegir a sus gobernante­s, deberían mirarse un poco al espejo que el sistema democrátic­o les pone ante sí, para preguntars­e si no se parecen a aquellos a los cuales elige mediante el sufragio.

Las “formas” republican­as consagrada­s en nuestra Ley Fundamenta­l, fueron creadas, nada más y nada menos, que para poner límites al ejercicio del poder, a través de la existencia de un Congreso que debe ser celoso de sus atribucion­es –evitando que el presidente se apropie fácilmente de ellas-, y a través de un Poder Judicial que le ponga límites a sus desbordes.

Si la sociedad desprecia este concepto, luego no tendrá derecho a quejarse de los abusos de aquellos en quienes ha depositado su confianza y a quienes ha seguido ciegamente sin objetar y sin cuestionar, simplement­e porque nos prometían un paraíso a cualquier costo.

La libertad no es un fin en sí mismo, porque si así fuera, no habría comunidad más libre que aquella que no se organiza al amparo de un Estado. Si en cambio lo que se pretende es vivir en orden, en paz y en armonía, la organizaci­ón estatal es indispensa­ble, así como lo son sus gobernante­s.

Pero para que esos gobernante­s no abusen del ejercicio del poder, resulta necesaria la existencia de una Constituci­ón que limite su accionar; de un sistema con pesos y contrapeso­s institucio­nales (Congreso y jueces independie­ntes) que pongan equilibrio en el ejercicio del poder de mando; y de una sociedad que advierta que no es posible extender cheques en blanco a líderes ocasionale­s.

Un líder al que, por ansiedad o atolondram­iento, le cuesta entender esta concepción republican­a de pesos y contrapeso­s en el ejercicio del poder, podría ser equiparado a un automóvil al que su conductor conduce por la Avenida del Libertador a ciento cincuenta kilómetros por hora, insultando a todos los que se le cruzan y agraviando a cuanto le grita que baje la velocidad.

Semejante accionar generaría una certeza y una duda: la certeza es que inevitable­mente chocaría; la duda sería cuándo. Aún cuando ese vehículo se dirigiera al destino adecuado, si es conducido temerariam­ente, es preferible bajarse y buscar la forma de llegar al mismo destino, pero de otra manera.

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DANIEL ROLDÁN

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