De devolver a su pueblo el orgullo a convertirlo en rehén de sus ambiciones
Putin llegó al poder hace un cuarto de siglo, cuando Rusia trataba de levantarse tras la caída de la URSS.
El jefe del Kremlin, Vladímir Putin llegó al poder hace un cuarto de siglo para devolver a los rusos el orgullo perdido tras la caída de la URSS, pero ha convertido a su pueblo en rehén de sus ambiciones imperialistas en Ucrania, una guerra de cuyo desenlace depende su futuro y el de su país. “Depende directamente de nuestros soldados, oficiales, voluntarios, todo el personal militar que ahora combate en el frente. De la valentía y determinación de nuestros compañeros de batallas que defienden la Patria”, aseguró durante su último discurso sobre el estado de la nación.
Putin, quien admitió que en su momento planteó a sus colegas occidentales el ingreso de Rusia en la OTAN, libró varias guerras antes de invadir Ucrania -Chechenia, Georgia, Donbás y Siria-, pero todos esas contiendas tuvieron un alcance limitado. El presidente ruso, de 71 años, dirige ahora un estado policial donde las leyes de guerra persiguen la libertad de expresión y reunión; se castiga con la cárcel cualquier crítica y no hay más partidos políticos que aquellos que cuentan con el beneplácito del Kremlin.
Además, en los últimos dos años se cerraron todas las cabeceras de la prensa libre y las principales organizaciones de derechos humanos; mientras el Parlamento, los tribunales y la Comisión Electoral están abiertamente al servicio del poder. Putin lo llama “purificación” de la sociedad rusa.
La actual involución de Rusia hacia un régimen autoritario comenzó, en realidad, cuando Putin regresó al Kremlin en 2012 tras cuatro años como primer ministro.
Las multitudinarias protestas contra el fraude electoral organizadas meses antes por Alexéi Navalni, una carismático líder con una gran capacidad de convocatoria, convencieron a Putin de que la mano dura era el único lenguaje que entendía la oposición. La reciente muerte de Navalni en prisión, donde cumplía casi 30 años de condena, cerró el círculo de la persecución de cualquier atisbo de disidencia en Rusia. El detonante en el ámbito internacional fue la muerte en 2011, a manos de los rebeldes, del dictador libio, Muamar el Kadafi. El líder ruso vio ahí un aviso para navegantes. El derrocamiento en 2014 del presidente ucraniano, Víktor Yanukóvich, le dio la razón. Occidente era el enemigo.
La venganza de Putin empezó a consumarse con la anexión de la península ucraniana de Crimea, incorporación que provocó una estallido de júbilo popular que no se recordaba desde 1991. Seguidamente, apoyó una sublevación armada prorrusa en el Donbás, origen de la actual guerra. Al anunciar la campaña militar, negó que la misión de las tropas rusas fuera quedarse en propiedad con el territorio conquistado, sino el “noble” objetivo de defender a la minoría rusoparlante en el este de Ucrania. Poco después se vistió de emperador ruso y recordó que Pedro el Grande siempre había soñado con convertir en el Azov en un mar interior, tras lo que se anexionó cuatro regiones del país vecino. Aunque no por falta de ambición, Putin no ha podido dejar a Ucrania sin salida al mar Negro. Esa guerra revanchista ha supuesto para su país el aislamiento y para él, una orden internacional de arresto por presuntos crímenes de guerra.
Con el fin de perpetuarse en el poder, el jefe del Kremlin firmó un nuevo contrato social con los rusos. El dilema entre el frigorífico -el nivel de vida real- y la televisión la propaganda- expiró hace mucho. El cumplimiento de este contrato está estrechamente ligado a la victoria en la guerra en Ucrania. Independientemente de la caída del poder adquisitivo, el aumento del coste de la vida y la imposibilidad de viajar al extranjero, todo está supeditado a la campaña militar. ■