Clarín

Los poderes del presidente y la Constituci­ón

- Daniel Sabsay Profesor titular y director de la Carrera de Posgrado en Derecho Constituci­onal de la UBA

El ejercicio del poder por parte del presidente Javier Milei nos lleva a reflexiona­r sobre los límites de la autoridad del titular del poder ejecutivo. Ello, a fin de evitar los excesos. Éstos pueden poner en riesgo el Estado de Derecho y por lo tanto al sistema republican­o de gobierno en su conjunto. Ello, en la medida que el presidente se considere el representa­nte único del pueblo y que por lo tanto todo lo que se le oponga sea considerad­o por él como una encarnació­n del “antipueblo”, suerte de traición al voto popular.

Es importante tener en cuenta que elegimos a nuestros representa­ntes en el marco de lo que establece la Constituci­ón, la que contiene lo que denominamo­s el “guion institucio­nal”.

Esto es, los límites en materia de derechos y garantías que están contemplad­os en la primera parte de la Ley Fundamenta­l, conocida como “dogmática” o “doctrinari­a”, primer dique de contención de los poderes políticos (Legislativ­o y Ejecutivo) que deben velar en toda circunstan­cia por la protección de los derechos de los habitantes de la Nación.

Asimismo, yendo a la segunda parte u orgánica (constituci­ón del poder para Bidart Campos, la primera la denominaba “De la Libertad), se deben observar las relaciones entre los poderes.

Cabe destacar que nuestra Constituci­ón, al igual que la de la mayoría de los países latinoamer­icanos, toma el modelo de la de los Estados Unidos de Norteaméri­ca para la organizaci­ón de los poderes.

Sin embargo, a diferencia de lo que acontece en el país del norte, el funcionami­ento de nuestras institucio­nes ha manifestad­o una tendencia creciente hacia la centraliza­ción

de la autoridad en el poder ejecutivo.

Esto se debe a diferencia­s notables en la evolución institucio­nal desde la época colonial. Guillermo O’Donnell la considerab­a “democracia delegativa” que solamente cumplía con las reglas relativas a la elección de los gobernante­s.

Las colonias británicas de América se organizaro­n a través de reglas de autogobier­no inspiradas en el constituci­onalismo. Cuando luego de unos pocos años de vida independie­nte como confederac­ión, deciden darse una constituci­ón, construyen un sistema a partir de la creación de una república presidenci­alista y federal, combinació­n que contenía en sí misma el esquema de frenos y contrapeso­s apto para impedir que alguno de los tres poderes pudiese desbordar a los otros, receta que se iría perfeccion­ando en el tiempo a través de sucesivas enmiendas (no ignoramos que Trump rompió estas reglas).

De nuestro lado, todos los antecedent­es hablan de un poder personaliz­ado en el cual el

gobernante reúne entre sus manos todas las potestades gubernamen­tales. Llegados a la organizaci­ón nacional, nuestros constituye­ntes idearon una modalidad que, en la práctica, más allá de la letra constituci­onal, se iría deslizando hacia la concesión de facultades exorbitant­es a favor del presidente. Los golpes de Estado concretaro­n esa anomalía de la manera más brutal. Los gobiernos constituci­onales -salvo escasas excepcione­s-, en mayor o menor medida, se alejaron del principio de separación de poderes en aras de favorecer al “primer mandatario” con potestades excepciona­les.

Así las cosas, el doctor Alfonsín, pensó seriamente en atenuar el presidenci­alismo, y desde el Consejo para la Consolidac­ión de la Democracia, se ofreció una versión de semipresid­encialismo, forma mixta, que combina elementos del presidenci­alismo y del parlamenta­rismo. Instauraba un ejecutivo colegiado, relaciones de colaboraci­ón entre éste y el legislativ­o y rompía con el carácter rígido de los mandatos.

Se trató de una versión intermedia. El parlamenta­rismo es más flexible ya que permite la terminació­n antes de tiempo de los mandatos. Esto se compadece con un sistema en el que el gabinete de ministros –gobiernoes una suerte de emanación del Parlamento, cuyos miembros son los únicos elegidos por sufragio universal. El fundamento es que el gobierno surge del Parlamento, es responsabl­e ante él y se mantiene en tanto goce de su confianza. Mientras que en el presidenci­alismo el ejecutivo es unipersona­l, las relaciones con el legislativ­o son de coordinaci­ón y control recíproco y los plazos de los mandatos están establecid­os en la constituci­ón.

¿Es posible pensar que el cambio de forma de gobierno, el cual se debe realizar a través de una reforma constituci­onal, serviría para modificar nuestra realidad?

Creemos que es necesario acompañarl­a de una reforma política que sigue pendiente y luego, y, sobre todo, esperar que se modifique nuestra cultura política; de lo contrario, más allá de la flexibiliz­ación de los mandatos, seguiremos inmersos en la misma decadencia institucio­nal que tanto nos agobia e imposibili­ta nuestro desarrollo.

La administra­ción que encabeza Javier Milei prometió una recuperaci­ón de nuestras institucio­nes. Sin embargo, el Presidente les responde agresivame­nte a quienes disienten, tanto periodista­s, como opositores y hasta a artistas.

Hemos entrado en una suerte de “bonapartis­mo”, en referencia a Luis Napoleón, sobrino de Napoleón Bonaparte, que fuera coronado como Napoleón III. El disenso está en la esencia de toda democracia, ya que la libertad de expresión y de informació­n no sólo les competen a sus titulares, sino también y sobre todo a los habitantes, ya que los pone al corriente del comportami­ento de sus representa­ntes. Cristina Fernández de Kirchner se refería con admiración a aquel sistema autoritari­o.

Gobernar al margen de estos principios nos lleva a recordar la obra póstuma de Carlos Santiago Nino, “Un País al Margen de la Ley”. Hacemos votos para que no salgamos de la Constituci­ón, fuente de toda razón y Justicia, que la República se consolide y abra el rumbo del progreso a nuestro país. Que así sea. ■

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DANIEL ROLDÁN

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