Un francés y un belga crearon en el país una biofábrica de moscas
Hace poco más de siete años, el francés Julien Laurençon trabajaba para un banco en Singapur y se estaba por casar con una modelo rusa. Pero tras un retiro de silencio de diez días y un fuerte replanteo existencial, abortó ese plan y hoy vive en Balcarce, en el sur de la provincia de Buenos Aires, donde junto a su socio belga François Nolet acaba de inaugurar la primera bioplanta de cría y transformación de insectos del país.
Al poco tiempo de estar acá, y con esa inquietud Julien se encontró por casualidad con François Nolet, un joven belga que en su país se dedicaba a la producción de gírgolas a partir de la borra del café. Fue amor a primera vista y decidieron emprender juntos. Se mudaron a una finca agroecológica en Colonia Caroya, Córdoba, para producir gírgolas, y en paralelo empezaron a criar moscas soldado negra (Hermetia illucens) en un contenedor marítimo en el fondo de la chacra. Acababa de nacer Procens.
“No inventamos la rueda, la industria de los insectos se viene desarrollando en el mundo desde hace 15 años. Los líderes de la industria están en Europa, hay miles de millones de inversión en este sector. Es una fuente de proteína sustentable que puede sustituir a otras no sustentables”, dice, y explica que esa industria transforma en oportunidad tres grandes problemas: el enorme volumen de desperdicios alimenticios -un 30 por ciento entre productor y consumidor-; la creciente demanda de proteína animal -para 2050 habrá que aumentar la producción en un 70 por ciento-; y el empobrecimiento de la biodiversidad.
La mosca soldado negro es una especie autóctona que está presente de norte a sur del país. Los jóvenes emprendedores europeos la registraron y empezaron a recolectarlas en el compost de la Universidad Nacional de Córdoba, extrajeron de allí larvas salvajes y comenzaron a criarlas. Ya en Balcarce, con cierto conocimiento adquirido y el respaldo de nuevas inversiones -lograron reunir otros 1,8 millones de dólares-, Laurençon y Nolet empezaron a ampliar su equipo de trabajo y empujar una fase de innovación tecnológica para optimizar el proceso. La cría de larvas exige una precisa termorregulación: los insectos necesitan permanentemente 40 grados de temperatura en el sustrato. A partir de un diseño propio y con proveedores locales, lograron pasar de la cría vertical a la cría horizontal. Las larvas se transforman en máquinas de biodegradar. Defecan el abono orgánico que luego es separado, secado y peletizado para ser vendido a McCain, que lo utiliza para fertilizar los suelos.