Clarín

Mi tío murió en un terrible accidente de avión. ¿Cómo hice para volver a volar con tanto temor?

Tiempos. Después de la tragedia, evitó tomar vuelos hasta que pudo lograrlo. Pero luego sufrió un viaje con turbulenci­as y fue ella la que llevó tranquilid­ad. Ayudar le facilitó superar el miedo.

- Natalia Neo Poblet

Tenía veinte años y vivía con mis padres en el barrio de Caballito. Una noche me fui a dormir sin saber que esa madrugada iba a sonar el teléfono. Estaba sobre la mesa de luz derecha en la habitación de ellos. Era de color verde botella, rectangula­r y tenía pegado un papel con el número de teléfono de mi tío materno Riqui y el de mi tía paterna Oli.

Me despertó su sonido, se impuso ante el silencio de la noche. Mi padre atiende. No recuerdo lo que escuché, pero sé que en ese momento algo me alarmó y me levanté rápido de la cama. Fui hasta la habitación de ellos y me paré bajo el marco de la puerta como cuando anuncian un terremoto. Porque supe, en ese instante, que algo malo había sucedido.

En un mismo movimiento, mi padre, sentado en la cama, separó el oído del tubo del teléfono y tapó con la mano izquierda la parte inferior. Miró a mi madre que estaba a su lado y le dijo: murió Riqui, cayó el avión en el que viajaba. Mamá se tapó la boca con las manos y se largó a llorar con la mirada perdida. Papá colgó, se dio vuelta y la abrazó. Yo seguí inmóvil debajo del marco de la puerta.

Lo que guardo de ese momento son destellos: papá abrazado a mamá, la oscuridad y el silencio de la noche, el reloj digital anunciaba en números rojos las 4.04 am. Es una hora que hasta el día de hoy recuerdo.

Luego, cuando pude reaccionar después del impacto, corrí al living a encender la televisión. La primera imagen fue la del zócalo de un noticiero: ÚLTIMO MOMENTO. CAYÓ UN AVIÓN DE AUSTRAL EN FRAY BENTOS. NO HAY NINGÚN SOBREVIVIE­NTE.

Mi tío Riqui, mi padrino, era el hermano menor de mi mamá. Como ingeniero electromec­ánico, trabajó en el diseño de la represa de Yacyretá. En el año 1987 se fue a vivir allá con mi tía Susy y mis cuatro primos varones. La empresa armó en Ituzaingó, pueblo de la provincia de Corrientes, un barrio de casas para que fueran a vivir todos los empleados con sus familias. Durante los diez años que vivieron allá, mis padres, mi hermano y yo viajábamos a visitarlos durante las vacaciones de invierno y ellos venían a Buenos Aires todos los fines de año.

Yacyretá fue un proyecto que se llevó adelante entre Argentina y Paraguay sobre el Río Paraná. Cada vez que íbamos para allá, el tío Riqui nos llevaba a recorrer la represa para que viéramos los avances. En una de esas visitas, nos mostró la central hidroeléct­rica y el sistema que él había diseñado para que los peces no murieran. En otra oportunida­d, nos contó que Yacyretá es una palabra guaraní que significa lugar donde brilla la luna. En esos recorridos, de paso cruzábamos en auto la frontera para comprar algunos electrodom­ésticos que estaban más baratos del lado paraguayo.

Fue en el año 1994 cuando la represa se inauguró y se puso en funcionami­ento. En ese entonces, mis tíos comenzaron a arreglar su casa en el barrio de Almagro para instalarse definitiva­mente en Capital Federal, una vez que finalizara la obra. Las reuniones familiares dejaron de tener ese dejo de tristeza que le antecede a toda partida. Ya sabíamos que venían para quedarse.

La semana anterior al accidente, mi tío y su familia ya vivían en Buenos Aires, y la empresa le pide que viaje para solucionar un problema que había con las turbinas. A primera hora del lunes va a la represa y el viernes a última hora toma un avión para regresar a su casa. Como en Ituzaingó no hay aeropuerto, hay que ir en auto unos cien kilómetros hasta Posadas, Misiones. Desde ahí hasta el Aeroparque Jorge Newbery, el vuelo dura apenas una hora y diez minutos.

Ese viernes, alrededor de las diez de la noche, cerca de Gualeguayc­hú, casi a doscientos kilómetros de comenzar el descenso en Buenos Aires, el piloto informó a la torre de control que la velocidad del avión había disminuido. Luego se supo que el tubo pilot, que marca la velocidad dentro de la cabina presurizad­a, se congeló. Debido a ese dato erróneo el piloto creyó que la velocidad era menor a la que en realidad se desplazaba y extendió los flaps, que son los sustentado­res para que el avión pudiera volar a baja velocidad de manera segura. A esa altura y velocidad, la presión del aire los arrancó. En ese momento se perdió todo control y el avión terminó estrellánd­ose pocos segundos después.

El McDonnell Douglas DC-9-32 de Austral, vuelo 2553 cayó en la estancia Nuevo Berlín a 32 kilómetros de Fray Bentos, territorio uruguayo. Eran las 22:10 del viernes 10 de octubre de 1997. Murieron 69 pasajeros y 5 tripulante­s.

Con el tiempo se descubrió que fue una sumatoria de negligenci­as. Entre otras, que los pilotos no fueron informados de la tormenta que había ese día y que el avión se habilitó sin una alarma, de cumplimien­to obligatori­o, que alerta sobre el funcionami­ento de los velocímetr­os. De haberse activado correctame­nte esa alarma, hubieran sabido que el dato de la velocidad no era confiable.

Por los altoparlan­tes llamaron a todos los familiares del vuelo de Austral y los reunieron en un salón donde las autoridade­s les transmitie­ron la noticia. Desesperac­ión, gritos, llantos.

Esa madrugada, mis padres se visten como pueden y salen para Aeroparque. Mi tía Susy y mis primos ya estaban allí desde hacía horas porque fueron todos a esperar a mi tío al aeropuerto. Habían dejado la comida preparada sobre la mesada de la cocina, en la casa de Almagro, para que cuando llegaran cenar todos juntos. Yo, en cambio, por indicación de mi padre, fui el sábado por la mañana

con mi tía Oli al negocio que teníamos a pegar un cartel en la puerta que decía: “Cerrado por duelo”.

La noticia no se supo en el momento. Frente a la demora del avión, los familiares pedían explicacio­nes. A la hora del accidente les dijeron que se encontraba sobrevolan­do Aeroparque porque había mucho tránsito aéreo y estaba esperando turno para descender. Pasaron unas cuatro horas para que se supiera la verdad. Por los altoparlan­tes llamaron a todos los familiares del vuelo de Austral y los reunieron en un salón donde las autoridade­s les transmitie­ron la noticia. Desesperac­ión, gritos, llantos, desolación. Ese mismo día del accidente, gendarmerí­a puso a disposició­n un avión para aquellos familiares que quisieran ir al lugar del hecho. Mi primo Ignacio, que en ese momento tenía quince años, dijo que necesitaba ver para creer. Mi papá lo acompañó y estuvieron juntos en el lugar de la tragedia.

Por mucho tiempo, la familia quedó muda. La felicidad que sentíamos cada vez que nos encontrába­mos, se quebró. Lo traumático irrumpió de tal modo que pasó a ser muy difícil poder hablar de lo sucedido. La vida continuó, aunque ya nada fue igual. Las rutinas que teníamos cambiaron de forma rotunda.

Ese año, después del accidente, nos seguimos viendo, pero más espaciadam­ente. De a poco nos fuimos distancian­do. En parte, cada uno empezó a tener nuevas obligacion­es de estudio y de trabajo y también porque ya no estábamos “todos” para juntarnos. En cada reunión, la ausencia se notaba y dolía. A medida que fueron pasando los años, los encuentros se fueron distancian­do, hasta casi dilatarse por completo. Ya ni las fiestas de Navidad y Año Nuevo nos reunían. El dejar de verse fue un recurso para no encontrarn­os con la ausencia.

Tres años después del accidente tuve que subirme por primera vez a un avión para ir a Cuba a hacer un posgrado de Atención Primaria de la Salud (APS). Hasta ese momento traté de evitar cualquier posibilida­d de viaje. Optaba moverme por tierra. Cuando se presentó esta oportunida­d de estudio, lo conversé con mis padres y me dijeron que fuera. Ambos recalcaron que al final de cuentas el transporte aéreo era el más seguro. Unas semanas siguientes a esa conversaci­ón, mis padres me cuentan que sacaron unos vuelos para irse de viaje a Europa. Entendí que era una manera de decirme que lo haga y que me anime.

El día que partía a Cuba, mis viejos me llevaron al aeropuerto. Entre nosotros sobrevolab­a un pasado irremediab­le y a la vez, un presente que podía devenir en una oportunida­d para hacerle frente al miedo que había quedado pegado a la piel.

Hasta último momento creía que no iba a poder volar. Después de haber hecho el check-in y pasar inmigracio­nes, convencida de que una pastilla podía darme la fuerza necesaria para enfrentar ese dolor, fui al baño y me tomé un ansiolític­o.

Viajaba con mi amiga Paula que hizo también de placebo. Aunque nunca le conté sobre el miedo que tenía. No por querer ocultarlo, sino porque la palabra aún en mí no había llegado para poder compartírs­elo.

Hace poco, hice un viaje al sudeste asiático. En uno de los vuelos que nos trasladaba desde la capital de Vietnam, Hanói, hasta el aeropuerto de Da Nang, centro del país, cuando comenzó el descenso, empezaron algunas turbulenci­as. Enderecé el asiento, me puse el cinturón de seguridad, cerré los ojos y agarré fuerte la mano de mi pareja. Rezo cada vez que paso por una situación así y en voz baja casi impercepti­ble como un mantra repito sin parar papá que estás en el cielo por favor no dejes que nada malo me pase papá por favor ayúdame papá.

En ese instante, una muchacha jovencita, de unos veinte años, la misma edad que yo tenía al momento de la tragedia, y que estaba sentada a mi derecha, intempesti­vamente me agarró del brazo. Sentí la fuerza de sus dedos. La miré y vi el pánico en su mirada. Solté la mano de mi pareja y me concentré en la muchacha. Me había tocado el asiento del medio, en una fila de tres. Atiné a cerrar la ventanilla de su costado para que no viera lo gris que estaba afuera. Le sostuve el brazo, me acerqué y le dije que se quedara tranquila y que estaba todo bien. Que no pasaba nada. Que siempre, en algún momento del vuelo, hay turbulenci­as. Que forma parte de volar y que era normal porque estábamos atravesand­o las nubes. Incliné mi torso entero un poco más hacia su costado. Le indiqué que apoyara su cabeza en mi hombro. Lo hizo. Ella me hablaba en vietnamita y yo en castellano. No nos entendíamo­s, pero nuestros cuerpos se comunicaro­n mejor que las lenguas que hablamos. De todos modos, confié en la sonoridad de la lengua. Le hablaba tranquila y pausada, casi que también yo me dejé llevar por la musicalida­d que encarnan las palabras cuando las hacemos bailar. Dos extrañas transitamo­s abrazadas el descenso con las turbulenci­as y nos soltamos en cuanto el avión apoyó sus ruedas sobre la pista y la tranquilid­ad volvió al cuerpo.

Finalmente llegó la hora de ponerle palabras a este dolor fragmentad­o, aprender que el miedo del otro ayuda a superar el propio y que la palabra puede recuperars­e y volver para ser escritura. ■

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Felicidad. El tío (segundo desde la der.) y Natalia aún en la panza de la madre (tercera izq.).
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Mucho antes. Una foto familiar; el tío, de pie. Natalia, beba, en brazos de su mamá.
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MARTÍN BONETTO Idioma. La mujer que se sentó a su lado -recuerda Natalia- era vietnamita y no hablaba español. Igual se entendiero­n.

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