Clarín

Ir a Uruguay y sentir vergüenza

- John Carlin

El progresivo cinismo con el que se abusará de la inteligenc­ia artificial pondrá a prueba nuestra capacidad de distinguir entre la verdad y la mentira. Para que se vayan preparando les propongo aquí, queridos lectores y lectoras, un pequeño ejercicio mental.

A ver si saben cuál o cuáles de las siguientes tres frases son fake y cuál o cuáles son reales.

Los ex presidente­s argentinos Alberto Fernández, Mauricio Macri y Cristina Kirchner comparecie­ron fraternalm­ente en un escenario esta semana para proclamar su repudio a los insultos, las mentiras y la difamación en la política.

Los ex presidente­s de Estados Unidos Donald Trump, Barack Obama y George W. Bush se juntaron sonrientes para expresar su repudio a los insultos, las mentiras y la difamación en la política.

Los ex presidente­s de Uruguay José “Pepe” Mujica, Luis Alberto Lacalle Herrera y Julio María Sanguinett­i se abrazaron ante las cámaras de televisión y proclamaro­n su repudio conjunto a los insultos, las mentiras y a difamación en la política.

Confío en que la mayoría haya acertado: las primeras dos son falsas; la tercera es la buena.

Es que acabo de viajar a Uruguay, un vuelo de trece horas hacia un mundo mejor, un país definido por la ONU y otros como el segundo en democracia, transparen­cia y seguridad del continente americano, después de Canadá. La semana que pasé en Montevideo me ofreció una visión de civilizaci­ón democrátic­a deliciosam­ente ajena a la barbarie que consume al discurso político en España, donde vivo, en Argentina (obvio) y en Estados Unidos, cuya demencia trumpista me hipnotiza.

La manida palabra “polarizaci­ón” se queda corta para describir lo que se vive en estos tres países, por no hablar del resto de América Latina y gran parte de Europa. En Uruguay la polarizaci­ón sería un fenómeno desconocid­o si no fuera por los vecinos ruidosos del otro lado del río, o que algunos leen las secciones internacio­nales de sus diarios.

Lo que les define allá, descubrí, es el consenso, virtud de la que no dejan de jactarse.

Les ofrezco como ejemplo el taxista que me recogió en el aeropuerto. Es un tópico lo del taxista que le explica su país a un periodista extranjero, pero lo curioso aquí fue lo diferente que fue la actitud de mi conductor a la de los miles con los que he conversado por el mundo. Lo habitual son las quejas, casi siempre desde el capitalism­o puro que la solitaria profesión de taxista ejemplific­a. Mi conductor fue, encima, un ex soldado.

Lo más lejos imaginable a un votante peronista, o de Vox, o de Trump, Claudio me dijo que estaba muy a favor de la llegada reciente a su país de inmigrante­s venezolano­s (“trabajan duro y aportan mucho”) y se extendió con orgullo sobre lo amigables que son las relaciones entre políticos opositores y lo honesto que es el sistema uruguayo. Mientras hablaba y hablaba se me vino a la mente una frase que oí una vez y pensé, Uruguay debe ser un país de fanáticos moderados.

El encuentro esta semana que juntó a los ex presidente­s Mujica, Lacalle y Sanguinett­i me confirmó la impresión. No fue ni el primero que han celebrado los tres amigos en público, ni será el último. Ante unas elecciones generales que se celebrarán

Lo que tienen en común Sanguinett­i, Lacalle y Mujica es que se debe cuidar la democracia.

en octubre de este año, se han lanzado a una especie de roadshow por su país. Aunque discrepan en las recetas que proponen para el bienestar general, el mensaje del trío siempre es el mismo. Mujica es de izquierda, Lacalle de centrodere­cha y Sanguinett­i algo entre medias, pero lo que tienen todos en común es la profunda convicción de que hay que cuidar la democracia uruguaya y evitar el contagio de fuera.

“El compromiso nacional va más allá de los sellos partidario­s”, declaró Mujica. “Por eso estamos acá, esta especie de sindicato raro que no existe en ningún país del mundo.” Pensando, supongo, en Javier Milei, Lacalle Herrera recomendó “a los protagonis­tas de la campaña electoral contar hasta 10 antes de contestar algo que se les atribuye o una crítica”. Y agregó que “los que somos del oficio sabemos que después del último fin de semana de noviembre va a haber un gobierno que espero que me guste a mí…pero, me guste o no, es el gobierno, y entonces reservémon­os por él un poquito de cariño y respeto.”

Sanguinett­i, el primer presidente democrátic­o tras la dictadura militar que cayó en 1985, dijo que estaba “totalmente con los compañeros”. “Por eso estamos acá, para que no nos arrastren las marginalid­ades de las redes, las marginalid­ades de la política…y que discutamos lo que tenemos que discutir, que discutan los candidatos, que discutan los partidos, los parlamenta­rios y no dejarnos arrastrar a todos esos debates laterales desde el anonimato de las redes…de la viralizaci­ón de una foto que ahora no sabemos si es real, o si se hizo con la inteligenc­ia artificial, que no nos dejemos arrastrar en el debate por esas fuerzas y esos fenómenos que allí están”.

Hablé con varios expertos uruguayos para que me explicaran por qué su país es tan admirablem­ente rarito. Las respuestas fueron cuatro: el incentivo de evitar a toda costa imitar el ejemplo argentino; los uruguayos no se inventan problemas innecesari­os (pienso en mi querida España y los dramas alrededor del independen­tismo catalán); patentaron la socialdemo­cracia en América Latina hace cien años (los suecos vinieron a aprender de Uruguay); y viven desde hace tiempo en el país menos religioso del continente. Como feliz consecuenc­ia de su ateísmo, me explicaron, en Uruguay no son cautivos de aquellos antiguos hábitos mentales absolutist­as, cargados de indignació­n moral, que caracteriz­an a tantos políticos en tierras cristianas, sean creyentes o no.

Me subí al avión de vuelta a España con la sensación de que regresaba a la jungla; aterricé en Madrid con una triste mezcla de envidia y vergüenza. Si viviese en Argentina sospecho que sentiría algo parecido.w

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Ejemplo. Mientras en el resto del mundo crecen los mensajes de odio y la polarizaci­ón, los expresiden­tes uruguayos Sanguinett­i, Lacalle y Mujica se unen y promueven el respeto.
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