Clarín

El siglo del comunismo y el anti-comunismo

- Carlos Waisman Sociólogo. Profesor e investigad­or en el Departamen­to de Sociología y Estudios Internacio­nales, Universida­d de California, San Diego

El centenario de la muerte de Vladimir I. Lenin, el líder de la Revolución Rusa, es un momento propicio para reconsider­ar el impacto mundial del comunismo, que fue inmenso: tiene sentido denominar al siglo XX como el siglo del comunismo o, con mayor propiedad, el siglo del comunismo y el anti-comunismo.

Estos dos movimiento­s capturan, junto con la disolución de los imperios coloniales occidental­es, los aspectos esenciales de los procesos políticos de ese siglo, en el cual el clivaje generado por el comunismo fue el central, no sólo de la política internacio­nal, sino también de la interna, en Europa y muchos países de Asia y América Latina. Eric Hobsbawm ha denominado “siglo XX breve” al comprendid­o entre 1917, comienzo la Revolución Rusa, y 1991, cuando se derrumbó el régimen en la Unión Soviética.

Las consecuenc­ias del comunismo (utopía, irrealizab­le en una sociedad moderna, de un estado que absorbe la economía y la sociedad civil) para los países en los que triunfó son conocidas, pero quiero llamar la atención sobre las internacio­nales: la Revolución Rusa generó muchos más regímenes reactivos, es decir anti-comunistas, que replicativ­os, o sea revolucion­es endógenas. El miedo al comunismo fue más fecundo, en términos de su impacto institucio­nal, que el del movimiento comunista internacio­nal.

Fuera de Rusia, solo hubo diez regímenes producto de revolucion­es endógenas: Albania, Rumania y Yugoslavia en Europa; Cambodia, Corea del Norte, China (el país más poblado del mundo), Laos, Mongolia y Vietnam en Asia; y Cuba en América Latina. Los restantes, en Europa Central y Oriental, fueron establecid­os por la Unión Soviética alrededor de la Segunda Guerra, por invasión en las tres repúblicas bálticas antes, y por ocupación después (con apoyo local variable, de sustancial en Bulgaria a mínimo en Polonia).

Por otro lado, los dos regímenes totalitari­os de derecha, los de Italia y Alemania, fueron en gran parte reacciones a la amenaza revolucion­aria comunista. En el caso alemán, ha habido una disputa acerca de la centralida­d de este factor, lo que se conoce como el debate de los historiado­res (Historiken­streit), pero no hay duda de que el miedo al comunismo fue un componente básico de la ideología nacional socialista y, con mayor importanci­a, un determinan­te primario del apoyo a este régimen por parte de grandes sectores de las elites económica y estatal, y de lo que fue su base social, la clase media.

Alineamien­tos parecidos caracteriz­aron a las decenas de regímenes autoritari­os civiles y militares en Europa, América Latina y Asia. En los 60s-70s, la mayoría de los países latinoamer­icanos tuvieron regímenes militares, establecid­os en gran parte como respuesta a la Revolución Cubana y sus ramificaci­ones.

El autoritari­smo competitiv­o de Perón en la Argentina (1946-1955) presenta similitude­s en lo que respecta al apoyo de elites estatales: en las elecciones de 1946, el “peligro comunista” (bastante irrealista) fue un argumento central del discurso de Perón a las elites, y una causa de su apoyo por sectores principale­s de las elites estatales de entonces, Fuerzas Armadas e Iglesia Católica (que, sin embargo, terminaría­n enfrentánd­olo en la década siguiente).

Este factor, el miedo al comunismo, fue también un determinan­te de las políticas de las democracia­s occidental­es, tanto internamen­te como hacia el resto del mundo. Los estados de bienestar en esos países tuvieron origenes variados pero, en muchos, uno de los objetivos de las elites económicas y políticas que los instituyer­on fue inocular a sus trabajador­es contra el comunismo.

Curiosamen­te, muchos sectores de estas elites habian adoptado lo que llamo “marxismo al revés”: aceptaron como válida la proposició­n marxista del caracter inherentem­ente revolucion­ario de la clase trabajador­a, y buscaron contenerlo.

En su política internacio­nal, los estados occidental­es toleraron los regímenes autoritari­os de España, Portugal y Grecia, e inspiraron o apoyaron dictaduras en América Latina y otras regiones. Este comportami­ento se atenuó a medida de que se intensific­aba la crisis interna soviética en los ‘80s, especialme­nte luego de su catastrófi­ca invasión de Afganistán, y de que los líderes occidental­es percibiera­n que la URSS se retiraba de la intervenci­ón activa en la política interna de otros países.

El retraimien­to -y luego implosión- de los regímenes comunistas en la Unión Soviética y Europa Central hacia el fin del siglo fue un factor conducente a las transicion­es a la democracia en América Latina y otras regiones. Por un lado, las elites económicas y estatales y las clases medias locales concluyero­n que la amenaza comunista, cualquiera fuera su grado de realismo, perdía vigor. No solo se debilitó el patrocinio externo, sino tambien el riesgo interno: el régimen socialista de Estado dejó de ser un modelo alternativ­o para los sectores descontent­os con el orden social de sus países.

Se desmoronó el comunismo en la Unión Soviética, se desmembró el Imperio Ruso, y China y Vietnam se transforma­ron en economías capitalist­as. Solo sobrevivía­n, como socialista­s de Estado, Cuba y Corea del Norte, no muy atractivas como modelos a emular. Por otra parte, las grandes potencias occidental­es no sólo retiraron su respaldo a los regímenes autoritari­os, sino que cooperaron activament­e con los procesos de democratiz­ación.

En suma: los “diez días que conmoviero­n al mundo”, título de la crónica de la toma del poder escrita por el comunista norteameri­cano John Reed, tuvieron consecuenc­ias opuestas a las esperadas por los líderes bolcheviqu­es. Es más: la “revolución mundial” que finalmente ocurrió no fue la profetizad­a por Leon Trotsky, sino la totalitari­a (dos casos) y autoritari­a (muchísimos más), tambien anti-liberal, pero del otro extremo del espectro ideológico. ■

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