Clarín

La ceremonia del teatro

- Natalia Zito Escritora

El teatro puede ser cualquier cosa, siempre que no sea cualquier cosa”.

La frase es de Javier Daulte, pero la recibí de boca de la querida María Onetto, después de una improvisac­ión en una de sus clases en la que yo había hecho cualquier cosa. Es increíble el poder de un puñado de palabras bien puestas.

María Onetto no regalaba nada como maestra, más vale se las ingeniaba -con un arte muy suyo para la comba con las palabras- para hacer llegar un “tarada, otra vez acá” cuando lo considerab­a necesario.

Pero no todo era cualquier cosa en mi desempeño, alguna vez colocó sobre mí un “fulgurante” que no olvidaré.

El teatro es ceremonia y es ahí donde quiero detenerme, lo que quiero ampliar como quien hace zoom sobre la pantalla, para no dejar de contemplar la belleza de este rito como una danza en la que cada quien compone su parte de la coreografí­a.

Dar sala inaugura la ceremonia (dar, no hay verbo mejor para el teatro). Los espectador­es buscan sus puestos en las butacas en medio de un vértigo mudo que palpita detrás de los cortinados y se cuela por las hendijas de la escenograf­ía, detrás de los tableros de luces y sonido, en cada ventanita secreta que deja espiar al público.

El espectador se sienta en su butaca, posa los ojos sobre el escenario y ahí llega ese instante de goce incomparab­le cuando todo está por suceder.

María Onetto decía que hay que ganarse al espectador, que la atención inicial que regala la ceremonia dura unos minutos. Nos advertía, usando los más enfáticos agudos de su voz, que no pensáramos que la presencia del espectador nos garantizar­ía su interés. Insistía porque parecía descubrir esa ligera soberbia del aprendiz que paradójica­mente cree que dando poco de sí, alcanzará.

No se cansaba de repetir que ganarse al espectador se logra de una única manera: lo que ocurre en el escenario tiene que estar vivo.

“Lo vivo es magnético”, tengo anotado en mi libreta de aquellas clases. María decía que cuando el actor es tocado íntimament­e por lo que pone en escena, su cuerpo adquiere la capacidad de irradiar y que solo así no hay forma de soltar la mirada de él. Es todo lo contrario a calcular, aunque el cálculo sea parte del oficio. Esa intimidad era el trabajo de actuación que ella enseñaba.

Cuando la obra termina, si todo salió bien, ese vértigo inicial de los cuerpos en bambalinas tiene que haber migrado hacia los cuerpos en las butacas y en ese recorrido haberse transforma­do no solo en energía de aplauso, gratitud, sino en pulsión de palabras, de ideas, de conversaci­ón, de encuentro con otros para averiguar si ellos también presenciar­on el milagro.

La ceremonia del teatro sigue en procesión hacia la calle, pero si el teatro hizo su magia, no termina en la vereda, anida en cada cuerpo, como una semilla, como María Onetto.

A un año de su muerte, un pequeño homenaje a la ceremonia de su enseñanza.

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