Clarín

Las elecciones europeas y los enemigos de Europa

- Lorenza Sebesta O’Connell Historiado­ra, Centro Europeo Jean Monnet, Universida­d de Trento, Italia

Se acercan las elecciones europeas (6-9 de junio), uno de los pocos momentos en los cuales la Unión Europea (UE) adquiere un semblante de polis y aparenta ser una suerte de plaza pública abierta, animada por cierta voluntad ciudadana. Digo “cierta” porque todavía no se dan en el ámbito europeo los clivajes que alimentan los debates nacionales: al momento de la contienda electoral, todas las gamas de opciones parecen reducirse a Europa sí, Europa no.

Sin embargo, el Parlamento Europeo (PE) es el lugar donde reluce con más fuerza la pluralidad europea (de partidos, organizaci­ones, grupos sociales) y su diversidad (de pueblos, culturas, idiomas). Su imagen refleja plásticame­nte aquella de la sociedad que representa: es móvil, ya que no tiene una sede, sino tres (Bruselas, Luxemburgo, Estrasburg­o), es babélica, ya que no tiene un idioma oficial sino 24, con 552 combinacio­nes posibles. Tampoco el número de sus miembros está claro: los 705 actuales tienen que subir a 720 (por una cuestión de cambios demográfic­os), pero todavía el proceso formal para aprobar este aumento no terminó.

El PE, a pesar de haber ampliado sus funciones con los años, no tiene poder de presentar proyectos de ley y solo participa del programa legislativ­o anual de la Comisión Europea, que mantiene en sus manos esta crucial prerrogati­va. Sus sesiones plenarias, pocas, son blanco habitual de la prensa, por ser muchos los diputados ausentes o los ocupados con su iPhone -atraen menos atención las frecuentes reuniones de sus comisiones, donde se realiza el grueso del trabajo parlamenta­rio.

Sin embargo, la presencia del PE se ha hecho sentir como contrapunt­o de la Comisión y de su frecuente pretensión de sustituir el gobierno de los hombres por el gobierno de los números, en el intento de reemplazar la política por normas técnicas.

Es el vicio de los Ilustrados del siglo XVIII, que fueron los primeros en definir el

Los peores enemigos de la UE han sido los neoliberal­es, que todavía dominan algunos de sus espacios de poder.

Progreso como “la orientació­n del gobierno de los hombres por medio de datos científico­s”; pocos repararon, en aquel entonces, como nos recuerda el jurista Alain Supiot, en su maravillos­o La Gouvernanc­e par les nombres (2015), en el peligro de aplicar a problemas que afectan a los hombres cálculos que se asientan en datos imperfecto­s.

Por otro lado, el uso de la cuantifica­ción de los hechos económicos encuentra un importante obstáculo moral en el contenido social de muchos entre ellos. Fijar parámetros (pensamos en las reglas fiscales impuestas por la UE) significa, muchas veces, inhibir ciertas elecciones políticas sobre la base de doctrinas económicas imbuidas por preferenci­as ideológica­s –o sea, todo menos que basadas en hechos irrefutabl­es. Y, sin embargo, “la gobernanza económica europea” –definida en el sitio de la Comisión, sin menor remordimie­nto, una obra de “vigilancia, prevención y corrección”- está armada por todo un arsenal de benchmarks, targets, medidas correctiva­s de ese tipo.

Hay que entender que los paramentos de Maastricht habían sido inventados para facilitar la adopción del euro y asociados a la convicción que solo una indiscipli­na fiscal podría acarrear problemas; la inesperada crisis de 2008 demostró lo contrario.

Sus efectos hubieran sido peores sin la UE y sin el euro, nos dicen los expertos, pero lo que vivieron los europeos no fueron las cosas que no pasaron, sino aquellas que tuvieron que aguantar a raíz de la doble pinza de la globalizac­ión y de las recetas fiscales draconiana­s de Bruselas.

Hay abundantes ejemplos de eso: pensamos en las usinas clausurada­s después de hipócritas procesos de “rediseño” por nuevos dueños extranjero­s, sin voluntad ni capacidad para entender que una fábrica es un mundo y no solo un balance, pensamos en la llegada de inmigrante­s para cumplir los trabajos más precarios, sin considerar que son personas antes que fuerza de trabajo y necesitan de un contexto humano para vivir, pensamos en hospitales y escuelas públicas sin fondos.

Frente a estos procesos, una porción significat­iva de las clases populares, junto a sectores de la clase media, se encontraro­n doblemente desamparad­os, por ser empobrecid­os y, peor, culpabiliz­ados por su falta de espíritu empresaria­l, ambición y flexibilid­ad. Forzados a lidiar con nuevos vecinos de casa, se volvieron, además, blanco de los partidario­s de la globalizac­ión, viajeros empedernid­os, medianamen­te adinerados, imbuidos de amor (teórico) para el próximo (lejano) y de “individual­ismo permisivo”; no cuesta entender cómo llegaron, con la ayuda de las redes sociales y sus grupos políticos de referencia, a identifica­r a Bruselas en el origen de sus frustracio­nes.

Por eso pienso que los peores enemigos de la UE han sido los neoliberal­es, que todavía dominan algunos de sus espacios de poder y que han logrado imponer sus propias ideas a una serie de líderes políticos complacien­tes (a veces de izquierda) para construir una verdadera hegemonía cultural de tipo gramsciano –en el sentido de contraband­ear los intereses de los más poderosos (bancos y otros) por aquellos de la entera sociedad.

Digo eso porque lo creo y porque lo he visto: he visto cómo la ola neoliberal ha destruido el tejido social europeo no solo a causa de las recetas impuestas, sino por pulverizar un elemento fundamenta­l del imaginario europeo, el puntal de la “unión en la diversidad”, que el PE encarna tan gráficamen­te, dejando así los ciudadanos desprovist­os de un horizonte de futuro común.

Para ganar en las próximas elecciones, los europeísta­s tienen que comprender eso.

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