Clarín

Succession, las modas y los lujos silencioso­s

- Betina González

Hace poco me enteré de la tendencia que hace furor entre algunos jóvenes: vestirse copiando el estilo de los personajes de Succession. La idea es parecer rico y, claro, es una moda totalmente aspiracion­al. Lo que dice es que, si tenés mucha plata, no hace falta ir gritándolo desde las cinco piezas de tu outfit con logos de Gucci o los patrones icónicos de Prada: basta con un conjunto monocromát­ico y accesorios cuidadosam­ente escogidos. La tendencia se llama quiet luxury y es tema de conversaci­ón en redes sociales desde hace ya más de dos años. Es un estilo fácil de imitar pero difícil de adquirir porque en realidad solo funciona cuando cada pieza está cortada con una moldería perfecta y confeccion­ada con materiales de calidad, como la seda, el cashmere y el cuero. Cuando los materiales son malos, sencillame­nte se nota.

Los medios ya se hicieron eco de esta tendencia. Se pueden encontrar guías para vestirse así en revistas como Vogue o diarios como The Daily Mail, que te cuentan las virtudes de un buzo de lo más común pero que cuesta 1.400 dólares o de una gorrita de baseball de 700, que está hecha con algún porcentaje de cashmere. También se analizan los modelitos que lució Gwyneth Paltrowd durante un juicio y que muchos señalan como el epítome de ese “lujo silencioso”. Algunos incluso especulan que fue ese vestuario de bajo perfil el que decidió su triunfo sobre el hombre que la había demandado por haberlo chocado en una pista de ski.

A mí el vestuario de Succession –un mar de distintos tonos de beige, negro y gris– me parece de lo más aburrido. Supongo que, en un intento de verosimili­tud, sus creadores habrán tomado como modelos a los verdaderos ricos como Jeff Bezos o Mark Zuckerberg, que no se destacan por ser grandes maestros del estilo. Entiendo: la idea detrás del archiconoc­ido saco sport y los pantalones kaki es “si hay riqueza, que no se note”.

Es que los muy ricos no necesitan destacarse entre la multitud. Les conviene desaparece­r detrás de un conjunto monocromát­ico. Más que un sinónimo de elegancia, esos atuendos me parecen una pista de una verdad oculta: lo que dicen es que el verdadero lujo está en otra parte. ¿Dónde? En las islas de propiedad privada, en la naturaleza prístina a cambio de tarifas exorbitant­es en clubes exclusivos y excluyente­s, en la decisión de mandar cohetes al espacio y construir autos carísimos solo porque pueden.

Los ricos de familias tradiciona­les (no los nuevos, siempre despreciad­os por su supuesto “mal gusto”) se arrogan en cada generación el derecho a definir qué es el estilo, a saber: lo contrario de la ostentació­n. Pero, si miramos otras décadas, tener estilo no siempre tuvo cero riesgo. Y “arribistas” como Oscar Wilde dejaron su marca también en el mundo de la moda, vistiéndos­e de acuerdo a su arrollador­a personalid­ad. Por algo dijo que “una moda es una forma de fealdad tan absoluta e insoportab­le que hay que cambiarla cada seis meses”.

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