Clarín

Añoranzas de los cines de barrio

- Horacio Convertini hconvertin­i@clarin.com

Las salas de cine de hoy, aunque chiquitas, son maravillos­as. Butacones esponjosos y anchos que se reclinan un poco sin hacer ruido. Apoyabrazo­s con agujero para poner la bebida. Pendiente que facilita la vista de la película desde cualquier posición. Sonido estereofón­ico y envolvente que te mete dentro mismo de la escena y que, por momentos, incluso, logra volver inaudible el ruido de las mandíbulas masticando pochoclo. Pantalla no muy grande, como para que no extrañemos tanto la tele del living. El único detalle, y lo señalo sólo de quisquillo­so, es que quizás no estén tan cerca de donde uno vive. O sea: si vivís en un barrio con shopping, bingo. Si no, paciencia.

No tomen lo que voy a decir como una idealizaci­ón del pasado sino, más bien, como un dato duro de la historia: cuando yo era chico, cada barrio, por marginal que fuera, contaba con su propio cine. Algunos, más de uno. Pompeya, por ejemplo, tenía el cine Sáenz, donde me llevaron en excursión escolar a ver “El santo de la espada”, la biografía de San Martín hecha de bronce puro por Leopoldo Torre Nilsson. Pero en su sala gigante de butaquitas incómodas, similar a las del Centro, fui por las mías a ver dos hits inolvidabl­es de Leonardo Favio: “Juan Moreira” y “Nazareno Cruz y el lobo” (sí, lo admito, me desvelé muchas noches pensando en Marina Magalí).

La avenida Boedo tenía tres cines: el Cuyo, el Los Andes y el Nilo. Si el plan de nuestra primera adolescenc­ia era ver alguna de Trinity o de James Bond y luego comer pizza en La Flor, hacia allá íbamos en un viaje corto con el 75. Si el plan era ver una prohibida para 18, los destinos cercanos eran el Pablo Podestá, de Parque Patricios (allí vi “La Mary” y la causa de mis desvelos pasó a ser Susana Giménez), o el Gran Alsina, de Valentín Alsina, que alternaba en su programaci­ón los filmes de Bruce Lee con los de la Coca Sarli o los del italiano Lando Buzzanca. El sonido era latoso, las butacas horribles, la limpieza dudosa y la tela (eso era la pantalla, una tela) tenía rastros de travesuras pretéritas, pero nadie te pedía la cédula al entrar.

Los aires del fin de siglo se llevaron los cines barriales, que terminaron reconvirti­éndose en templos evangélico­s, bailantas o playas de estacionam­iento. Cada época tiene sus maneras de ganar dinero y, de los ochenta para acá, se agotó la de vivir de un cine gigante en zonas periférica­s.

Hoy, cuando me meto en esos breves cubos herméticos que son las salas actuales, no puedo evitar que mi memoria reponga una de las primeras veces que me dejaron ir solo a ver una película. Fue en el “cine de los curas”, que funcionaba los fines de semana atrás de la Iglesia de Pompeya. Daban películas viejas. Aquella tarde, “El Álamo”, un western con John Wayne. Como era larga (duraba tres horas), en la mitad de la proyección hicieron un intervalo. Salí corriendo al kiosquito del hall y compré un paquete de galletitas “Merengadas”. Volví enseguida y me puse a comer, feliz de sentirme grande en ese mundo aparte que regresaría apenas se apagaran las luces.

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