Todas las sombras del ISIS-K y el relato roto de Vladimir Putin
El grupo terrorista es un enemigo común que en otro tiempo obligaría a Rusia a aliarse con Occidente para fulminarlo. Costos de la guerra
El autócrata ruso Vladimir Putin no necesariamente improvisa cuando fabula que Ucrania tuvo relación con el atentado de Moscú que dejó 140 muertos. Tampoco cuando, días después, parece retroceder aceptando la participación de terroristas fundamentalistas en la masacre, pero evitando nombrar al grupo integrista ISIS-K que se atribuyó el ataque. La conexión que intenta desarrollar busca construir un enemigo común que esterilice con cuotas de nacionalismo el daño a la seguridad interna que ha sufrido el país. El peligro es que esa teoría acabe exhibiendo una aterradora cercanía de la guerra contra el vecino europeo en la vida cotidiana de los rusos. Casi todo lo que se ha venido difundiendo en Rusia en la única prensa aceptada por el régimen es la noción de este sorpresivo poder de Ucrania para causar golpes de tal letalidad. Es delicado. En el salón de conciertos atacado murieron familias completas con sus niños.
En esa madeja, Putin, sostenido en una imagen de patrón implacable desacostumbrado a las derrotas, aunque le han tocado muchas, enfrenta desde ese viernes trágico un problema existencial cargado de particularidades. El ISIS-K es una facción ultraislámica (aclaremos siempre que ultraislamismo no es islamismo) basada en Afganistán, país que fue colonia soviética, y surge como un enemigo que el Kremlin comparte o debería con sus enemigos occidentales. Pero las circunstancias imposibilitan unir fuerzas imprescindibles para neutralizarlo.
La guerra ata las manos. La situación es inversa a la cooperación de Rusia con EE.UU. en Siria o Irak para fulminar al primer ISIS que dominó, con apoyo de las aristocracias árabes, gran parte de la región durante la década pasada. Este dilema explica que el líder moscovita eluda mencionar al grupo terrorista que, sin embargo, es conocido ampliamente por la inteligencia rusa tras el ataque en enero pasado al aliado iraní. O antes, en el atentado al aeropuerto de Kabul en 2021 con blanco en el ejército norteamericano en retirada. Golpes que le dieron visibilidad y prestigio a la orga fundamentalista, lo que se traduce en capacidad de reclutamiento y acceso a fuentes de fondeo para sus acciones con blanco en Occidente pero también especialmente en Irán y Rusia.
El problema adicional es lo súbito de este desafío. No es mucho lo que se sabe de ese grupo. Ese desconocimiento alimenta la paranoia en Moscú o Teherán, y no solo allí, de que se trate de una piedra arrojadiza que podría haber estimulado Washington. Es exagerado y carece de sentido, pero si se busca siempre hay cómo sostener una buena conspiración.
La historia en su versión breve señala que EE.UU. invadió Afganistán en 2001 tras los atentados a las Torres y expulsó al régimen talibán del mullah Omar que supuestamente protegía a los causantes de ese histórico ataque, en particular el millonario saudita Osama Bin Laden.
Fue la guerra más extensa en la historia norteamericana, que culminó veinte años después, en mayo de 2021, cuando en medio de un espectacular desorden EE.UU. abandonó el país asiático que regresó a manos de los talibán. Un reporte de The Wall Street Journal de aquel año tumultuoso consignaba la versión de que agentes de inteligencia entrenados por EE.UU. y tropas de contrainsurgencia de élite habrían usado a grupos ultraislámicos como el ISIS-K para idealmente evitar el regreso del talibán o reducir su capacidad de maniobra si lograban volver a controlar el país. No hay constataciones posteriores de esa supuesta maniobra.
Es relevante que Tayikistán, la nación de origen de los terroristas de Moscú, una comarca de habla persa, envuelta en la miseria tras una brutal guerra civil en los años ‘90, ha estado involucrada en los conflictos que marcan la historia de Afganistán. Un capítulo de esa cronología se remonta a la década de 1980, cuando EE.UU. entrenó y financió a fundamentalistas ultraislámicos de ese país en la batalla contra el ocupante soviético durante la Guerra Fría. Una de esas organizaciones era la célebre Al Qaeda de Bin Laden, que el Washington de Ronald Reagan celebraba como freedom fighters. Hasta Sylvester Stallone filmó uno de sus Rambo combatiendo junto a los pashtunes del potentado terrorista saudita.
En geopolítica los intereses no suelen aceptar límites. Ya recordamos aquí el estímulo al fanatismo religioso que promovió el gobierno de Ike Eisenhower para limitar el pan-arabismo pro soviético que crecía de la mano del no alineamiento. Se impulsó la multiplicación de las madrazas, las escuelas del islam para agigantar estos factores de tensión y reducir la influencia comunista de la época. Pero se creó un boomerang que regresa una y otra vez de la peor manera.
El ISIS-K, decíamos, es un enigma. Se sabe que luego de la descomposición a partir de 2017 del grupo del mismo nombre pero sin la K que formó un califato en Irak y Siria, muchos de sus combatientes huyeron y se repartieron por Asia. Algunos intentaron retomar la insurgencia, pero sin la estructura anterior no pudieron avanzar. El único que logró consolidarse es esta versión K, sigla de Khorasan,
el espejismo de un antiguo imperio milenario donde se afincaría un nuevo califato. Este ISIS nace en 2015 con eje principal en Afganistán aún con el control norteamericano de esa comarca y se expande a Pakistán e India, enhebrando patrullas perdidas del anterior tronco.No hay claridad sobre sus patrocinadores, al revés de lo que se sabía del ISIS original que operó fondeado por las fortunas árabes contra objetivos iraníes y para disolver el riesgo de la extensión de la demanda democrática de la Primavera Árabe.
Aquel grupo combatió en Siria contra el régimen de Bashar el Assad aliado de Irán y contra los Kurdos a pedido de Turquía. Cuando Rusia dio vuelta esa guerra en 2015, el ISIS dejó de ser útil, se retiraron los patrocinadores y rápidamente perdió en 2017 sus dos capitales, Mosul en Irak y Raqqa en Siria. Luego eliminaron a su líder Abu Bakr el Baghdadi.
De modo paralelo el escenario regional fue mutando. La rivalidad entre la corona saudita y la potencia persa se alivió y Occidente no cuestiona y concilia con el talibán para enfrentar a este enemigo común.
El ISIS-K lo comanda un joven de 29 años, Sanaullah Ghafari, sobre quien se sostenía que había muerto en 2021 en Afganistán. Pero una investigación de Reuters señala que huyó a Pakistán. Ghafari, emir de su organización, no es un clérigo como era Baghdadi sino un ex militar del ejército afgano. Hay datos complejos a observar. Este líder habría tenido 20 años cuando armó su propio ISIS y, pese a que sufrió duros golpes cuatro años después, logró centralizar la atención mundial con costosos atentados en fronteras supuestamente inexpugnables. Esa audacia “busca distinguir su marca, robar milicias a sus rivales y obtener recursos de sus potenciales partidarios”, explica Asfandyar Mir, experto en seguridad de un instituto especializado de EE.UU. citado en la investigación de Reuters. Pero es la mano que mece esa cuna la incógnita crucial a develar, más allá de las paranoias que arrebatan el sueño a Putin.
Entre tanto, esta orga sanguinaria junto a otras siglas fundamentalistas ha encontrado un provechoso estímulo para sus bases fanáticas en la vidriera de horrores y desesperación que Israel, o más bien el premier Benjamín Netanyahu y su gabinete de minorías extremistas, han construido en Gaza. Ese escenario caótico ha sido por décadas el pretexto de barbaries que han estremecido al mundo. Ahora esa oscuridad regresa, aunque quizá nunca se haya ido completamente.