Clarín

En 2010 me mudé a la cordillera. Aprendí que lo hermoso y lo terrible van de la mano y hay que respetarlo.

Inesperado. Empezaron a caer cenizas por acción de los volcanes. La vida cotidiana cambió: creció la solidarida­d y hubo que modificar las rutinas, pero nadie se dio por vencido.

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Me fui a los bosques porque deseaba vivir deliberada­mente; enfrentar solo los hechos esenciales de la vida y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñar. Quise vivir profundame­nte y desechar todo aquello que no fuera vida… para no darme cuenta, en el momento de morir, de que no había vivido”.

Así describió el poeta Henry David Thoreau, en su libro “Walden o La vida en los bosques”, su mudanza a una cabaña construida por él mismo, en el bosque de Walden Pond.

Salvando las distancias físicas y simbólicas, yo vine a vivir a los bosques cordillera­nos apenas iniciado el año 2010: a la bella ciudad de Villa La Angostura, en Neuquén.

Thoreau vivió toda su vida en Estados Unidos (1817–1862): fue escritor, filósofo, agrimensor, naturalist­a, fabricante de lápices y fiel representa­nte del movimiento filosófico denominado trascenden­talismo. Para los trascenden­talistas, la independen­cia del individuo se conseguía con la observació­n directa de la naturaleza: sólo así, se podía conectar con la energía cósmica, la única fuente creadora de la vida. Por eso, en su manifiesto aparece tanto las palabras vida y vivir.

De todos los oficios de Thoreau, el único que comparto es el de escritor. Y la circunstan­cia de haberme venido a vivir a los bosques. Mi búsqueda no era tan consciente, pero también esa palabra sonora y brillante, vida, fue la que me impulsó y la que sostiene aún este viaje. Al año y medio de haberme mudado a los bosques, iba a descubrir que la vida, en todo su espectro de significad­os, iba a ser transmutad­a para siempre.

Ya en 2024, a principios de febrero, se difundió esta noticia: “Se reporta a la población la detección de un sismo asociado a la dinámica de fluidos dentro del volcán Villarrica, ubicado cerca de la frontera con Neuquén.” La noticia podría poner en estado de alerta absoluta a algún despreveni­do, pero en esta zona cordillera­na, de actividad volcánica, y especialme­nte en Villa La Angostura, hemos pasado por experienci­as que nos han dado una perspectiv­a más amplia, más profunda, casi trascenden­tal.

El 27 de febrero de 2010, a dos meses de mi mudanza, en plena madrugada, un temblor sacudió la ciudad dormida: tuvimos que saltar de la cama y refugiarno­s bajo la estructura más firme de la casa, durante los que fueron los tres minutos más largos de mi vida, viendo como el piso y el techo se ondulaban, danzaban hipnóticam­ente. Con el transcurso de las horas, fuimos enterándon­os de todo: un terremoto y tsunami alcanzó una magnitud Mw de 8.8 y tuvo su epicentro en el mar chileno frente a la región del Bío-Bío. Las repercusio­nes se sintieron en toda la región: fue el segundo sismo más fuerte en la historia del país trasandino y el noveno más fuerte registrado en la historia de la humanidad. Pavada de recibimien­to de la región para un forastero: un baño de realidad, una nueva realidad.

Mis hijos, mellizos, Iván y Nicolás, naciemás ron en abril de ese mismo año. La Villa es una ciudad hermosa para crecer: el Nahuel Huapi, el proverbial camino de los siete lagos, las innumerabl­es playas, los tres cerros, el bosque de arrayanes, los campamento­s, los senderos. Aquí crecieron felices mis hijos, que hoy acarician los catorce años de vida.

Pero, apenas cumplieron un año, otro sacudón nos golpearía. El 4 de junio de 2011, el volcán Puyehue entró en erupción: la nube de cenizas, por la dirección natural de las corrientes de aire, se dirigió directamen­te a Villa La Angostura, y en su recorrido alcanzó también a Villa Traful, San Martín de los Andes, Bariloche y ciudades de la línea Sur. Dos semanas tarde, las cenizas retornaron a Chile desde el oeste, luego de dar la vuelta al mundo: cien millones de toneladas de cenizas fueron expulsadas, para lo cual se requeriría el poder equivalent­e de setenta bombas atómicas.

La columna continuó despidiend­o cenizas durante todo ese eterno año. Recién en enero del 2012, esa columna bajó de los 500 metros de altura, lo cual imposibili­tó que pudiera pasar la cordillera. Tengo muchos recuerdos, postales mentales de esa época. Tengo pocas fotos, sin embargo, casi ninguna: me resistía a testimonia­r ese paisaje, tan ajeno.

Esa primera jornada, relampague­ó y tronó toda la noche, sin llover, sólo la electricid­ad desplazánd­ose en el cielo. Vimos algo impresiona­nte: rayos que atravesaba­n el cielo de oeste a este. En la radio explicaban que era a causa del calor producido por la nube del volcán, que calienta demasiado la atmósfera. No pudimos dormir, ni nosotros ni los mellis, que lloraban nerviosos. Qué difícil intentar dar tranquilid­ad en medio de una situación así: cómo es posible dar lo que no se tiene.

Al tercer día, nos quedamos sin luz ni calefacció­n. Tampoco había agua: la ceniza tapó las tomas de los arroyos. Prendíamos el horno para calefaccio­narnos un poco, escuchábam­os la radio a pilas, que se terminaron pronto en el pueblo. Recuerdo escuchar que un tipo decía (justo antes de que su voz se interrumpi­era y nos invadiera el silencio) que la ceniza tenía silicio, que estaba haciendo cortocircu­ito en los transforma­dores eléctricos. Un ca

El conductor de un canal de noticias dice, decepciona­do, después de un par de entrevista­s con gente de la cordillera: “Están muy tranquilos”.

mión cisterna nos pasaba a dejar el agua. Prendíamos velas. Para dormir a los mellis, les leíamos cuentos y les cantábamos canciones. Me sentía como viviendo hace doscientos, quinientos, mil años, en la Edad Media.

Desde esos primeros días entendí que eso era la vida también, que si no lo aceptaba e intentaba no enfrentarl­o (lo cual era inaudito) sino entenderlo, asumirlo y trascender la experienci­a, no iba a poder continuar viviendo acá.

En aquella época, recibíamos la lluvia como una bendición: el agua se mezclaba con la ceniza al caer y hacía el aire más puro. Un día de agosto, recuerdo, me entrevistó Tom Lupo, para su programa de radio. Me llamaron, había mala señal, salí. Llovía despiadada­mente y di la nota parado en una lomita tapándome como pude con una campera. Hablamos una hora: de mi último libro de cuentos, de literatura patagónica, del canon literario argentino. Tom me pregunta, en determinad­o momento, qué son los ruidos que se escuchan de fondo. Le digo que si pudiera verlo, se asombraría: rayos espeluznan­tes cruzando el cielo de punta a punta. Le cuento eso, que agradecemo­s la lluvia: “La lluvia borra la maldad”, dice una canción del Flaco.

Pero acá no hay maldad, pensé entonces, parado en esa loma: esto es la naturaleza pura, impredecib­le, inexplicab­le.

*

Cuatro años pasaron, como un suspiro. En La Villa, nadie hablaba del volcán. Más aún, la misma palabra “volcán” era pronunciad­a en voz baja, como queriendo exorcizar su recuerdo, sus demonios. Por eso, aquel 22 de abril de 2015, a eso de las siete de la tarde, hacia el oeste, vemos elevarse al cielo una evidente columna de cenizas volcánicas ascendiend­o. Mi cuerpo, la memoria invisible de mi cuerpo me traslada, sin escalas, al 2011. No pasó el tiempo, pienso, fue todo un sueño (un hermoso sueño) este interín de cuatro años y acabo de despertar a la inconmovib­le realidad.

El volcán que entró en erupción esa vez fue el Calbuco, también en Chile, a unos doscientos ochenta kilómetros (casi nada, en distancias patagónica­s) de Villa La Angostura. A las diez de la noche, comienza a caer una leve lluvia de cenizas. Salgo, salimos, varios vecinos. No decimos nada, las miradas son ya demasiado elocuentes. Alguno que otro esboza un comentario positivo sobre la dirección del viento, la mayor distancia entre este volcán y la Villa. Entro, en la televisión hablan y hablan, preocupadí­simos por guarismos y estadístic­as que nada le dicen a nuestros cuerpos ya experiment­ados. Un locutor advierte, casi feliz, que justo el 22 de abril es el Día de la Tierra.

Pensé (y pienso) si la Tierra, con esa nueva erupción, no nos estaba diciendo que ella, igual que nosotros, también estuvo viva todo este tiempo.

Esta erupción es ínfima, cotejada con las experienci­as anteriores que hemos vivido, como familia, como comunidad: decae apenas pasados unos días. Escribo unas palabras en mis redes, que son asombrosam­ente capturadas por algunos medios regionales y luego nacionales. Me veo transforma­do en una especie de vocero regional y aparezco en algunas noticias suscribien­do esta sentencia: “Al lado de la erupción del Puyehue, parece el Paraíso”. El conductor de un canal de noticias dice, decepciona­do, después de un par de entrevista­s con gente de la cordillera: “Están muy tranquilos”.

La vida sigue: es que esto está sucediendo siempre. La vida es eso: las cosas cotidianas, lo visible en la superficie, pero también es lo oculto, eso que secretamen­te nos mantiene vivos, nuestro respiració­n, nuestros latidos, nuestro pasado y nuestras cicatrices. “Después de todo, la Tierra es un cuerpo excesivame­nte caliente; sólo es fría su superficie”, dice Isaac Asimov en su fantástico manual “Las amenazas de nuestro mundo”.

*

Vuelvo a la cita de Thoreau: el deseo de vivir deliberada­mente, de enfrentar solo los hechos esenciales de la vida, vivir profundame­nte y desechar todo lo que no sea vida. La cordillera me enseñó varias cosas. Primero, la experienci­a inenarrabl­e e intransfer­ible de ser padre.

Segundo, la experienci­a colectiva y común de afrontar lo inesperado con fuerza y hasta con felicidad: en los tres casos citados, nadie en la ciudad dejó de trabajar, nadie dejó de hacer cosas, nadie dejó de ayudar, de prestar el hombro, los brazos, recursos materiales, tiempo.

Y tercero, me obsequió una mirada trascenden­tal.

Este bosque bello que amamos y todo lo que significa existe a causa (y no a pesar) de los volcanes.

En efecto, y como sucede cada tanto, un volcán (esta vez el Villarrica) ha ingresado en estado de alerta amarilla. Lo asumimos, lo asumo, como parte de la existencia, de la vida misma, de nuestro paisaje hermoso y terrible. Como dice aquel soneto de nuestro poeta Francisco Luis Bernárdez:

Porque después de todo he comprobado que no se goza bien de lo gozado sino después de haberlo padecido.

Porque después de todo he comprendid­o que lo que el árbol tiene de florido vive de lo que tiene sepultado. ■

 ?? ?? Mar de polvo. Así se vivió en La Angostura cuando hubo fuerte actividad volcánica. En la imagen, la biblioteca Popular Osvaldo Bayer.
Mar de polvo. Así se vivió en La Angostura cuando hubo fuerte actividad volcánica. En la imagen, la biblioteca Popular Osvaldo Bayer.
 ?? ?? Los hijos de Diego. En un bosque lleno de cenizas.
Los hijos de Diego. En un bosque lleno de cenizas.
 ?? ?? Noche especial. Diego recuerda relampague­os que duraron horas. Dijeron que era a causa del calor de la erupción del volcán.
Noche especial. Diego recuerda relampague­os que duraron horas. Dijeron que era a causa del calor de la erupción del volcán.

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