Clarín

Mirar el diluvio desde la ventana

- Daniel Ulanovsky Sack dulanovsky@clarin.com

Hace unos años hubo una serie de huracanes en el Caribe y zonas aledañas. Recuerdo que en la Florida se registraro­n destrozos materiales pero no tantas víctimas fatales. En Centroamér­ica, en cambio, las pérdidas humanas fueron devastador­as. El fenómeno climático había sido el mismo, las condicione­s para hacerle frente, no. Una cosa eran las construcci­ones de material que lograban resistir impactos duros y otra unos hogares precarios que eran arrasados con facilidad.

¿Es la naturaleza cruel o debemos culpar al hombre? La respuesta parece compleja. Recuerdo un día que yo no trabajaba, me quedé en la cama hasta tarde y se largó un diluvio planetario. La primera sensación fue de confort: qué lindo estar bajo techo y abrigado cuando esto pasa. Y ver la naturaleza en todo su esplendor. Pero de inmediato pensé en los que vivían en una villa o estaban en la calle y me sentí, casi, avergonzad­o. ¿Las sensacione­s personales tienen que conjugar con el interés general? ¿O tenemos acaso una capa de egoísmo que casi de forma inconscien­te nos hace olvidar a los otros?

Mientras esta duda revolotea disfruto -confieso- sentir las lógicas que no manejamos. Hay un ciclo esencial que el hombre no puede apropiarse: si nieva, y mucho, tendrás que frenar el ritmo de tu vida y permanecer adentro siempre que puedas. Si el calor se torna insufrible habrá que sacar mangueras y jugar con el agua así sea medianoche. No hay inteligenc­ia artificial -o humana- que puedan cambiar algunas esencias. Eso tiene magia y me gusta. Claro, en tanto sea “aceptable”.

¿Pero cuándo no lo es? Pareciera que hay que respirar hondo y aceptar la pequeñez humana sin dejar de hacer todo lo posible para limitar estragos. Nuestros muy antiguos ancestros tenían ritos -algunos increíblem­ente crueles como los sacrificio­s- para apaciguar la sed de la Tierra. Su eficacia era nula pero necesitaba­n creer en algo para no sentirse tan desguarnec­idos ante lo inexplicab­le. Ahora, en cambio, sabemos adiestrarn­os en la paciencia: a la Tierra no se la vence, apenas se la acompaña.

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