Clarín

Bailando de nuevo con García Márquez

- Diana Baccaro dbaccaro@clarin.com

- ¿Bailamos?

Estaba tan cerca que ella percibió el tenue olor de su miedo detrás de la loción de afeitar. Entonces lo miró por encima del hombro, y se quedó sin aliento.

-Perdone- le dijo aturdida, pero no estoy vestida para bailar.

La réplica de él fue inmediata:

-Es usted la que viste el vestido, señora.

García Márquez no tiene que soltar mucho el hilo de su imaginació­n para hacer bailar a sus protagonis­tas en “En agosto nos vemos”, su libro póstumo. Quienes tuvimos la suerte de compartir con él una noche de parranda vallenata en Monterrey, México, sabemos de su galantería y gracia al moverse dentro de su guayabera blanca. Por eso, cuando escribe “él se esmeró en su arte, llevándola por la cintura con la punta de los dedos, como una flor”, sabemos que el maestro no está haciendo bailar sólo al morocho treintiañe­ro de su libro. También está bailando él. Y todas nosotras, las que estuvimos en agosto de 2006 en aquella terraza mágica de bombitas amarillas. Hasta allí habíamos llegado luego de una larga ceremonia de la fundación Nuevo Periodismo, que presidía el escritor colombiano. Gabo transitaba entonces el otoño del patriarca y caminaba hacia sus 80 años. Pero bailaba con los ojos de un muchacho. Con su mujer Mercedes Barcha y con unas cuantas periodista­s que lo acompañába­mos. “Es inevitable, toda reunión de más de seis, está condenada a convertirs­e en baile”, explicaba. Y entonces no quedaba otra que abrir pista en malón.

Es que el vallenato es la cuna en la que se meció Macondo. El pequeño Gabo creció escuchando esa música. Hasta Aracataca, su pueblo, llegaban los músicos y juglares cantando sus historias. Su primera nota periodísti­ca en Bogotá fue precisamen­te sobre ese género musical muy poco conocido entonces en la capital colombiana: “Qué cosa tan rara tiene la música del acordeón, que cuando uno la oye se le arruga el corazón”, escribió en el primer párrafo. Años después, ese ritmo se transforma­ría en un ícono del país. Y esa manera de contar la realidad a través del canto inspiraría la técnica narrativa de su obra. “Cien años de soledad no es más que un vallenato de 300 páginas”, soltó durante una entrevista en 1972, cuando el boom mundial de su novela estaba en el apogeo.

El libro que acaba de publicarse ahora fue su último proyecto editorial en medio de una lucha titánica contra el Alzheimer. Recibió críticas de todos lados. Que es una obra sin pulir, que el anciano se roba sus propias metáforas, que hay errores de sintáxis, que los hijos deberían haber cumplido la orden de su padre de “destruir el libro porque no sirve”, que .... Hasta en el mismísimo prólogo se admite que el libro “tiene algunos baches y pequeñas contradicc­iones”.

¿Pero quién tiene autoridad para hablar de un autor que nos regaló tantas alegrías y siguió escribiend­o hasta su último suspiro? Un libro imperfecto suyo es mejor que uno destruido, sobre todo cuando el mundo está por cumplir 10 años de soledad desde su partida. Enhorabuen­a. Sobre todo si el maestro nos invita a bailar una vez más.

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