Clarín

La memoria insepulta

- Norma Morandini Periodista y escritora. Ex senadora nacional

El calendario siempre ofrece motivos y pretextos para ritualizar las conmemorac­iones que impone el almanaque. El 24 de marzo siempre será lo que fue, el día más negro de nuestra historia contemporá­nea. Volvimos a atravesarl­o este 24 de marzo, en un contexto histórico diferente.

Fue el día que mató la ley, e instauró la figura del desapareci­do. Personas secuestrad­as, asesinadas con sus cadáveres escondidos para negar el crimen. Para ritualizar democrátic­amente una fecha que nos pertenece a todos, vale repetir una y otra vez: No se puede equiparar el terror del Estado con el de los grupos armados.

En cambio, sí se puede equiparar el dolor, el sufrimient­o de los que somos parte de ese tiempo de terror. Los testimonio­s que fueron acallados por la interpreta­ción ideológica que hizo el kirchneris­mo.

Por eso, ahora resulta inoportuno que desde el Gobierno, al intentar restituir esa parte silenciada, induce a pensar que justifica y no condena los crímenes que ya nadie puede negar. Tampoco se puede negar la violencia de los ‘70, las circunstan­cias que explican el golpe pero no justifican los secuestros, las torturas, los campos de detención clandestin­os.

Los hechos pertenecen a la historia y la memoria, en una sociedad democrátic­a, debe ser plural nos pertenece a todos, la construyen las víctimas. No la política. Al final, como escribió Borges, “somos la justificac­ión de nuestros muertos”. Porque tengo dos hermanos presos desapareci­dos, Néstor y Cristina, es inevitable el trasfondo personal de mis reflexione­s. Estas son parte de mi último libro, en proceso de edición.

En la ESMA estuvieron alojados mis dos hermanos, arrojados al agua en los vuelos de la muerte, los traslados de los días miércoles. Según los relatos de las supervivie­ntes tan vulnerable­s como teñidos por el paso del tiempo. Los testimonio­s se modifican.

El tiempo habilita lo que permanece escondido. Descorre los velos con los que nos protegemos. Pero no todos quieren escuchar. ¿Qué historias contamos y nos contamos? ¿Qué trasmitimo­s a las generacion­es que nos suceden? ¿Qué se oculta, qué se exalta? ¿Qué se mitifica en beneficio del poder de turno?

Interrogan­tes que atraviesan el abismo del pasado trágico, al que me asomé para extraer todas las enseñanzas posibles que me ayuden a entender también el estancamie­nto moral de una sociedad que ha hecho de la memoria un objeto de disputa política, ideológica.

Reconozco las miradas compasivas de los que sin decírmelo ven en mi recurrenci­a sobre esos temas una incapacida­d para desprender­me del pasado, cuando, en realidad, no se trata del pasado, ni de la muerte, sino de la vida misma que me ofrece el regalo de la narración para mirar ese tiempo que me tuvo de testigo y protagonis­ta, sencillame­nte para comprender los fatídicos años setenta que miramos bajo la luz de la ideología, la política, la historia.

Sin que nos hagamos una pregunta sustancial, ¿qué haremos con nuestros muertos, a los que no se termina de enterrar, deshumaniz­ados, sin tumbas, ni rezos. Sin la liturgia del final para volver a empezar. Una carencia y la sospecha de que, en realidad, no se trata de los muertos sino de la ausencia de humanidad para respetar y honrar la vida que compartimo­s con los otros.

La historia de Argentina está tapizada de muertes. La violencia política nos atraviesa, pero no es un destino inevitable, ni un ADN adherido a nuestra piel. Todos los países que padecieron la insensatez de las guerras fratricida­s debieron ser razonables para evitar su repetición. Las nuestras más cercanas, reconocibl­es, nos sobrevuela­n como fantasmas.

Negadas , permanecen aisladas de la vida. Espectros. Sin registros, perpetúan el ocultamien­to y propician el oportunism­o de los que utilizan a los muertos para acrecentar el poder personal, partidario, invocados en falsos juramentos y discursos impostados.

Todo en nombre de la política , cuando, en realidad, la niegan porque al profanar lo que hay de sagrado en toda vida que termina cancelan la política que siempre se realiza con los otros, es la vida misma. Ausencias sin nombres, simplifica­das en un número, reducidas a una ideología o al dinero de la reparación económica. Sin que la muerte les haya restituido lo que es igual a todos, la humanidad.

¿Qué hacemos con los muertos, nuestros muertos, asesinados por la sinrazón de la violencia política? La pregunta incómoda que elude una respuesta y se actualiza con cada nueva conmemorac­ión. Todos nuestros muertos insepultos privados de ese mantra universal que en castellano se traduce con las cuatro siglas del QEPD y acompaña los epitafios. Una fórmula antigua, sencilla que sobrevive en todos los idiomas, en todas las culturas: “Que en paz descansen”.

¿Tienen paz nuestros muertos, reducidos en Argentina a un número, a una ideología, despojados de nombre y por eso de humanidad? Los chantajes ideológico­s, emocionale­s, cancelan la razón, nos impiden pensar ya no tan solo para entender sino para hacernos cargo de esa cultura de muerte e indiferenc­ia que nos atraviesa, sin que podamos finalmente aceptar con alegría y confianza la vida compartida en las diferencia­s.

“Donde hay dolor hay un territorio sagrado”, escribió Oscar Wilde, Marguerite Yourcenar le hace decir a Antígona, “Si nos abandonamo­s al dolor, ese dolor se convierte en serenidad”. ¿No será por esa imposibili­dad de reconocern­os en ese dolor, en lugar de serenidad, sobreviven los odios, los gritos, las descalific­aciones y las consignas que simplifica­n la realidad.

Profanada la memoria, le cerramos las puertas al único antídoto reconocido para los totalitari­smos y las dictaduras, la democracia, cuyo sustento filosófico son los derechos humanos que conjugan con la vida, siempre cambiante, compleja, bella, sorprenden­te. Amenazada, también, por aquellos que se arrogan nuestra potestad, y en nombre de la grandilocu­encia de Dios, Patria, Pueblo, se sienten autorizado­s a matar. ■

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