Sueños no, por favor
Te voy a contar lo que soñé anoche” es una frase que enciende todas mis alarmas porque los sueños contados nunca son interesantes más que para quien los soñó o para su analista. Sin embargo, la gente insiste en hacerte parte de su pedacito de oscuridad como si se tratara de una especie de tesoro a descifrar.
“Anoche soñé con vos” es una frase más alarmante aún porque en ella el soñante te comparte algo tan íntimo que da miedo. ¿Seré un monstruo en su inconsciente? ¿Revelará quien sueña lo que de verdad piensa de mí sin darse cuenta? Mejor que se lo guarde, pienso siempre, pero igual escucho porque, ¿quién se puede resistir a una aparición estelar en los deseos y frustraciones de otro?
Cuando un escritor cuenta el sueño de un personaje en una novela corre un riesgo: reproducir la lógica del inconsciente, ordenarla en una historia “coherente” desarma toda su magia. El cine, en el otro extremo, está mucho más cerca de poder hacerlo porque el montaje de escenas audiovisuales guarda una familiaridad de fábrica con el de nuestra cabeza. Será por eso que Hitchcock contrató a Dalí para que diseñara las secuencias que mostraban la pesadilla recurrente del protagonista de Spellbound (y que contenían, hábilmente encriptadas, las claves para resolver el misterio de la trama). El problema es que la pesadilla que construyó Dalí duraba 20 minutos y hubo que reducirla a dos para que entrara en la película, lo cual prueba que contar lo que hace nuestra cabeza
cuando dormimos no es fácil, ni siquiera para un genio de la pintura. Quizás se necesiten horas de imágenes para traducir los dos segundos que ocurren mientras dormimos.
Mi narradora favorita de pesadillas es Clarice Lispector. “Aquel sueño fue como un hechizo triste. Empezó en el medio. Había una jalea que estaba viva. ¿Qué sentía la jalea? Silencio. Viva y silenciosa, la jalea se arrastraba con dificultad por la mesa, bajando, subiendo, lentamente, sin derramarse”, cuenta en una de sus crónicas de los ‘60. Tiene un final imprevisto en el que transforma un sueño común en un relato de horror.
Borges decía que tenía dos pesadillas recurrentes: el laberinto y los espejos. Por supuesto, no le creemos, seguro que soñaba lo mismo que todo el mundo. En el inconsciente, somos todos iguales: nos caemos, nos falta un diente, secuencias y metáforas ya clasificadas por los analistas al punto del aburrimiento. Casi es preferible la lista que equipara sueños y números para jugar a la quiniela o las teorías que pensaban que hay un mensaje en clave, solo para nosotros, proveniente de otros planos, en las trivialidades que nos acontecen mientras dormimos.
Gaston Bachelard desliza una idea espeluznante. Dice del soñante: “Durante la noche, se cree él mismo y es cualquiera”. Al dormir somos otro, un genérico, uno más. Como si hubiera un plano de existencia donde perdemos todo eso que llamamos personalidad y nos volvemos una especie de silueta vacía, intercambiable por cualquier otra.