Clarín

Con el bebé en un brazo y un Van Gogh en el otro

- Judith Savloff jsavloff@clarin.com

París, 1891. La holandesa Johanna Bonger tenía 28 años, un bebé de uno y más de 850 pinturas y cerca de 1.300 obras en papel de su cuñado, el entonces desconocid­o Vincent Van Gogh. Estaba devastada por la muerte de su marido Theo, a los 33 años, de sífilis, después de una agonía infernal. Y Vincent había fallecido seis meses antes. Pero sabía que los cuadros que abarrotaba­n su casa -Theo era representa­nte y sostén de su hermano- tenían que ser admirados.

Su bebé también se llamaba Vincent y el pintor había ido a conocerlo cuando nació. Fue la única vez que Johanna vio al artista, que se había cortado parte de la oreja mientras ella y Theo se comprometí­an. Pero, en su diario, ella quiso recordar algo mejor: la mirada “alegre” del tío en esa reunión familiar, lágrimas de emoción entre los hermanos, gestos de amor.

La obra de Van Gogh, decíamos, convivía con ella. “En el comedor, encima del hogar, frente a mis ojos ahora, los comedores de patatas; en la pequeña sala de estar, el gran paisaje de Arlés y la noche estrellada dominando el Ródano. Cada uno relampague­a en la casa”, escribió en el diario.

Solos, Johanna y el bebé Vincent se mudaron a Bussum, una ciudad holandesa chiquita, con cierta movida cultural. Abrió una pensión y trabajaba de traductora de francés e inglés mientras recuperaba contactos de Theo. Pensó que podía tomar como “base” la casa de su amiga Anna, casada con el crítico de arte Jan Veth. Pero a Veth “le repugnaba la cruda violencia de algunos Van Gogh”. Así que empezó a visitar a otros referentes del mundillo artístico, con el bebé en un brazo y alguna obra de Van Gogh en otro. Funcionó. “Esta mañana fui a ver a los Wisselingh (...) llevé una cosita de Vincent muy buena y ahora quieren un par de obras”, anotó en 1892. “¡Qué triunfo!”

Al ritmo de la difusión, crecían críticas.

“Es una chica de secundaria babosa”, escribió el pintor Richard Holst. “Olvida que su pena está convirtien­do a Vincent en un dios”. Pero Johanna estaba más preocupada por su hijo y por difundir la obra de Van Gogh sin traicionar­lo. Además, también traducía unas 1.600 cartas que se habían mandado Theo y el pintor y se afiliaba al Partido Socialista. Quién sabe de dónde sacaba tiempo.

En una de esas cartas, Van Gogh confesó a Theo: “Nada me gustaría más que el hecho de que la gente común colgara grabados de mi obra en su habitación”. Así que ella trataba de vender cuadros a coleccione­s abiertas al público. La consagraci­ón oficial de Van Gogh llegó en los ‘60, cuando el Estado holandés acordó con la familia construir un espacio de exhibición: el Museo Van Gogh, hoy emblema de Ámsterdam.

Johanna volvió a casarse con Johan Cohen Gosschalk, pintor. Tuvo 4 nietos. Vivió en Nueva York durante la Primera Guerra Mundial y murió en 1925 en su país natal. Seguía traduciend­o cartas de los Van Gogh.

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