Clarín

Mañana digo basta

- Raquel Garzón rgarzon@clarin.com

La ficción tiene lógicas que van a contrapelo de las expectativ­as vitales. Si la realidad ensalza el éxito y la banda sonora de aplausos que lo acompaña, en las novelas, series y pelis los perdedores tienen un encanto imbatible.

A la hora de imaginar peripecias, el fracaso es más interesant­e que la felicidad, a tal punto que Robert McKee, gurú del guion, incluye en su decálogo la necesidad de no facilitarl­e la existencia a los protagonis­tas.

Los personajes calmos, las aventuras quietas redoblan en ese contexto los desafíos. Parece que nada sucede y, sin embargo, pueden generar impresione­s indelebles. Una criatura anodina como Bartleby, el escribient­e imaginado por Herman Melville, por ejemplo, marcó para siempre la literatura de Paul Auster.

Esa historia, que el autor de “La invención de la soledad” leyó por primera vez a los 15 años (“el cuento infinito”, lo llamó en una entrevista que mantuvimos en 2012), admite innumerabl­es interpreta­ciones. Algunos leen en clave religiosa al personaje que indefectib­lemente responde: “Preferiría no hacerlo”.

Para esa mirada Bartleby sería un Cristo y la cárcel que debe soportar, algo así como una crucifixió­n. Pero cabe también que en ese ser solitario Melville pusiera su propia imagen de escritor incomprend­ido. Cada pliegue aporta a la comprensió­n más cabal personaje, paladín de la resistenci­a pacífica al ajetreo.

Hay seres así, como notas al pie de las vidas de otros y del fragor del mundo. Y autores que asumen el desafío de recrearlas. Dorothea Dodds, la protagonis­ta de “La vida en miniatura”, la nueva novela de Mariana Sández, que acaba de publicar Impediment­a en España, se ha pasado 59 años prefiriend­o no hacer nada más que ser la asistente de su padre, un pintor famoso y autoritari­o.

Pero a esa edad, casi a punto de jubilarse, la mujer hace algo loco y revitaliza­nte: manda todo al diablo y se postula para cuidar casas y mascotas en distintos puntos de Gran Bretaña, la tierra de sus ancestros.

Descubrir ese paisaje supone para Dottie asomarse a su propio talento (ella también pinta) y dejar de lado la discreción y el sigilo en los que ha transcurri­do. Sández imagina un renacimien­to no exento de drama y claroscuro­s. El azar será con el personaje tan generoso y cruel como con cualquiera. La suerte de la muy querible Dorothea Dodds, te avisamos lector, puede partirte el corazón. ■

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