Viaje sin escalas a la región del “vamos por todo”
Durante su última campaña presidencial, Luis Inácio Lula da Silva dejó una enseñanza que no debería pasar al olvido, aunque ha sufrido ese riesgo. En una entrevista meses antes de las elecciones de octubre de 2022, el líder del PT advirtió que la alternancia certifica la democracia. “Lo contrario es dictadura”, sentenció. Es probable que la reflexión la haya tomado de su amigo Fernando Henrique Cardoso, quien proclamaba que más de dos mandatos significa monarquía. Este respetado centroderechista lo planteaba como regla general del republicanismo. Pero el líder del PT aludía en concreto a Nicolás Maduro y Daniel Ortega y también a Evo Morales que poco antes había detonado su país al buscar sin éxito un cuarto mandato sucesivo.
Lula estaba en campaña y se apoyaba en el electorado de clase media, moderado y centrista, que recibía con agrado esos comentarios. Desde el poder, sin embargo, fue el primero en olvidar sus palabras y se acercó a la autocracia chavista desdeñando las condenas por el autoritarismo y las violaciones a los DD.HH en el régimen. “Sobre Venezuela hay muchos prejuicios”, sostuvo. Suponía que ese juego de seducción serviría para encarrilar al régimen en una vía democrática y exhibir poder blando efectivo en una región institucionalmente muy dañada. Pero todo quedó en la intención.
Ahora han regresado las miradas más críticas, incluso desde el propio Lula. “La verdad es que Maduro no nos escucha”, le dijeron a este cronista fuentes diplomáticas brasileñas. A Nicaragua la consideran irreversible, una dictadura absoluta, pero suponían que el chavismo cedería como sucedió cuando Brasil intervino con firmeza para enfriar el diferendo del Esequibo con Guyana con el cual Maduro intentó ganar popularidad al riesgo de una crisis militar.
Hay dos dimensiones en esa corrección del rumbo. La benevolencia con un régimen escabroso y totalitario le facturó un costo político severo al gobernante brasileño en un año que enfrenta en octubre el examen de las elecciones municipales. Esas urnas definen el futuro de las principales fuerzas del país. La otra dimensión es aún más compleja debido a la radicalización del chavismo ya en el molde del descalabro nicaragüense. Ese giro al despotismo, expresado en una represión cavernícola de la oposición opositora para liberar el camino a la reelección de Maduro en julio próximo, expone la impotencia del gigante brasileño para ordenar la región. Déficit significativo en lo que constituiría su área de influencia.
Ese desperfecto revela un problema geopolítico aún más agudo en un mapa que se desorganiza con facilidad detrás de la noción de que solo importan los fines, como acaba de ocurrir en Ecuador con el violento asalto policial a la embajada de México para arrestar al ex vicepresidente Jorge Glas. Este funcionario, compañero de ruta del ex presidente Rafael Correa y como su jefe, procesado en crímenes de corrupción, no solo estaba refugiado en esa sede extranjera sino que había recibido el instrumento del asilo. Es cierto que esos mecanismos no existen para proteger a individuos acusados de delitos comunes. Pero le habían sido otorgados a Glas. Se podía protestar, solo eso. Ignorarlos vuelve papel mojado la inmunidad de la diplomacia que estableció la Convención de Viena.
El episodio lo provocó en gran medida el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador, quien despreció la victoria electoral del ecuatoriano Daniel Noboa para usarla en la campaña electoral de su país. AMLO, como se lo conoce por sus siglas, es un aliado tenaz de Correa, quien desde su exilio en Bélgica operó para derribar al antecesor de Noboa, Guillermo Lasso, con una causa inventada para su impeachment, forzar elecciones adelantadas e intentar regresar al gobierno. Según el mexicano, ese operativo fracasó porque Noboa se aprovechó (insinuó algo peor que eso) del asesinato de un líder político, Fernando Villavicencio, para mejorar su imagen y alcanzar el poder.
Aun con ese trasfondo, lo que hizo Ecuador carece de justificaciones. Se explica la condena unánime del hemisferio en la OEA que sumó a EE.UU. con una revisión de su inicial leve reacción al asalto. El episodio reconoce solo dos antecedentes, uno en Argentina y otro en Uruguay, y durante dictaduras militares, lo que no es un dato menor. En el primer caso, en 1956 en la embajada de Haití en Buenos Aires, el régimen de Eugenio Aramburu se llevó a siete opositores refugiados en esa sede, pero fueron tales las protestas internacionales que debió regresarlos. En
Se construye una realidad en la región donde todo sería posible, sin límites institucionales, respeto a la soberanía o la República.
Uruguay, en 1976, la policía de la dictadura de la época asaltó la embajada venezolana en Montevideo para detener a una militante a quien luego ejecutó esa satrapía.
Este fenómeno de brotes autoritarios o regímenes con esa condición definitoria transita de una a otra vereda del abanico ideológico. El modelo venezolano, que se dice de izquierda, rompe límites como El Salvador derechista de Nayib Bukele a quien el líder ecuatoriano Noboa busca parecerse ignorando también las líneas rojas. Se construye una realidad en la que todo sería posible sin que los institutos diplomáticos, legales, democráticos y los derechos humanos, con sus respectivos grados en cada uno de esos escenarios, deban ser tenidos en cuenta. Lo que valen son los objetivos a despecho de los medios, pero es sabido que sin aquellos filtros la normalidad sucumbe.
Esa concepción en una importante medida es la que ha amontonado en unos meses litigios que involucran a Venezuela, México, Brasil, Ecuador y Guyana. También a Argentina y Colombia, segunda y tercera economías de la región, debido a los insultos proferidos por el presidente argentino contra su colega de Bogotá. Sumemos ahí el choque de Chile también con Venezuela por el extraño episodio del secuestro y asesinato en Santiago de un ex militar antichavista que contaba con el derecho de asilo otorgado por ese país.
Noboa confronta un problema. Necesita ganar las elecciones de 2025 y supone que un perfil de líder que rompe obstáculos con la musculatura de un Bukele será premiado por los votantes. Ha demostrado esa inclinación de ir por todo con el polémico despliegue militar para combatir el crimen organizado que se ha saldado con más de 15 mil detenidos. Pero el asalto a la embajada le complica la gobernabilidad y fortalece las bases del correísmo, la mayor fuerza política del país. Se abre ahí una incógnita.
Las complicaciones de Maduro son mayores. El próximo 17 de abril EE.UU. repondría las sanciones que levantó en octubre del año pasado por el pacto con la oposición en Barbados, que involucró también a Brasil y la UE. El acuerdo proponía trasparentar el camino electoral, liberar a los presos políticos y eliminar las proscripciones a los candidatos opositores. No sucedió. Esas sanciones sobre el petróleo suman una montaña de dinero. En 2023 Venezuela logró inversiones por US$ 12 mil millones que superarían este año los 20 mil millones de no existir las penalidades. El régimen necesita como el aire esos fondos, pero los sondeos le dicen que si abre el juego electoral la diferencia con la oposición sería de 70% a 10%.
Esa impopularidad extraordinaria nace de una crisis social y frustración que ha disparado el mayor exilio de venezolanos de la historia y se mide en una pobreza que involucra a más del 80% de los hogares. Si se reponen las sanciones como ya dio a entender la Casa Blanca, Lula protestará, pero al contrario de lo que pueda suponer Maduro, ese gesto difícilmente se traduzca en un respaldo. Costos de ir por todo.