Clarín

El derecho a sufrir en privado

- Silvia Fesquet sfesquet@clarin.com

“Estoy enojado porque me pusieron en la posición de tener que mentir si quería proteger mi privacidad. Lamento que me hayan obligado a hacer esta revelación ahora”. Elegante, educado, un caballero como lo había sido siempre en los courts, Arthur Ashe sólo se quebró en esa inolvidabl­e conferenci­a de prensa cuando se refirió a su hijita. “A pesar de que hemos ido preparando a Camera para un momento así, a partir de ahora tendremos que enseñarle a aceptar los comentario­s injustos y alejados de la realidad que oirá sobre mí”. Leyenda del tenis y símbolo contra el racismo, Ashe tenía 48 años cuando se vio obligado a contarle al mundo que tenía Sida. Era abril de 1992, el diagnóstic­o se parecía a un certificad­o de muerte entonces y era estigmatiz­ante. El diario USA Today se había enterado de la noticia e iba a publicarla; eso convenció al ex campeón de Wimbledon, el US Open y el Abierto de Australia, de que, en contra de su voluntad, debía revelar su condición. Ashe, que se había contagiado el HIV por una transfusió­n de sangre contaminad­a, murió diez meses después de que se hubiera “infringido nuestro derecho a la privacidad”. El recuerdo de Ashe surge a raíz de Kate Middleton, y las miles de versiones circulando a partir del silencio sobre su enfermedad: que estaba muerta, que se había divorciado del príncipe William... Ni siquiera alcanzó una foto junto a él, haciendo compras. Dijeron que era una imagen generada por IA, una doble, un montaje. Como Ashe en su momento, preocupada también por sus hijos chicos, Middleton se vio forzada a revelarle al mundo que tiene cáncer. Son personas públicas, ¿pero pierden por eso el derecho a que su sufrimient­o sea privado?

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