Clarín

Una defensa de la hipocresía

- Daniel Innerarity Catedrátic­o de Filosofía Política en la Universida­d del País Vasco, España Copyright La Vanguardia, 2024

El avance de la civilizaci­ón consiste en que la fuerza es remplazada por la sutileza, la diplomacia y la hipocresía. La formación del ser humano y la configurac­ión de las costumbres sociales son el resultado de un ejercicio de autolimita­ción.

No se trata solo de evitar expresione­s que ofendan; para que la convivenci­a sea soportable a veces es convenient­e no decir lo que pensamos. Si entendemos por hipocresía la discreción, el derecho a reservarse la opinión, la libertad de no tener que decir la verdad, eso no solo no es un problema, sino que constituye una virtud muy beneficios­a para la vida común.

Defender la hipocresía como virtud cívica resulta especialme­nte adecuado en unos momentos en que asistimos a una preocupant­e degradació­n de la conversaci­ón política. Se trata de esa virtud que consiste en no expresar continuame­nte todo lo que se piensa sobre cualquier cosa.

El avance de la civilizaci­ón no ha consistido solo en liberar la expresión, sino en aprender a guardársel­a siempre que había que proteger algún bien mayor, por ejemplo, la convivenci­a. Tal vez una de las causas del actual radicalism­o político y la correspond­iente hostilidad en las conversaci­ones tenga que ver con ese exhibicion­ismo ideológico por el que nadie se priva de decir lo que siente o piensa en todo momento, que nos sintamos obligados a expresarno­s continuame­nte sobre todo y que así se lo exijamos también a los otros.

Existe una forma de respeto hacia los demás que consiste en guardarse para sí mismo lo que se piensa de los demás o sobre la situación política. ¿Tan seguros estamos de que aquello que pensamos merece siempre convertirs­e en una máxima para todos y debemos hacérselo saber?

Además de facilitar la convivenci­a, el no decir nos protege de la inspección, el control y la censura. Callando defendemos el espacio público, pero también nos defendemos frente a él, frente a los inconvenie­ntes del exhibicion­ismo comunicati­vo.

El avance de la civilizaci­ón no ha consistido solo en libertar la expresión

Hay una conquista civilizato­ria muy valiosa en la libertad de callar o, cuando esto no es posible, en la libertad de no decir exactament­e lo que pensamos, sin que esto implique necesariam­ente mentir. Por supuesto que determinad­as situacione­s no admiten estilos diplomátic­os –cuando estamos frente a la violencia o la imposición– pero hay otras muchas en que el respeto a la sensibilid­ad de los demás puede ser más importante que hacer valer nuestra opinión.

Uno de los derechos humanos fundamenta­les es el de decidir qué dar a conocer y qué guardarse para sí, el respeto a la distinción entre lo público y lo privado, que sigue vigente incluso en la era de las redes sociales. La hipocresía puede ser una máscara engañosa, pero también una justificad­a protección de la intimidad. Si esto es así, deberíamos revisar la concepción que tenemos de la sinceridad, la transparen­cia y la autenticid­ad. La sinceridad no es decir siempre la verdad. Afirmaba Jon Elster que la hipocresía construye el mundo civil porque nos impide expresar las emociones que tenemos, no porque nos imponga expresar las emociones que no tenemos.

Debemos saber cuándo tiene sentido dar a conocer algo de uno y cuándo no. Una persona sincera no debe ignorar que hay momentos en que conviene decir algo y otros no. La verdadera sinceridad ha de tener en cuenta los contextos; hacerse cargo de la situación en que las cosas dichas pueden unir o dañar, favorecen ulteriores comunicaci­ones o les ponen un brusco final. La mentira impide la comunicaci­ón, la hipocresía la hace posible.

Otro valor asociado a la sinceridad y que está sobrevalor­ado es la transparen­cia. Hay una apoteosis de la transparen­cia en el plano personal y en el político que trastorna las cosas. Respecto del primer plano, podemos estar seguros de que una persona completame­nte transparen­te no sería creíble, sino insoportab­le. Alguien sin secretos sería tan sospechoso como quien presume de no tener nada que ocultar.

Algo similar ocurre en el ámbito de la democracia. Por supuesto que la transparen­cia (entendida como publicidad o rendición de cuentas) es un valor irrenuncia­ble, pero la democracia requiere también un espacio que, sin ser completame­nte público, tampoco es secreto.

La democracia no es posible tanto si todo es secreto como si todo es público. La política no puede llevarse a cabo sin un cierto espacio de discreción en el que negociar y transaccio­nar para llegar a compromiso­s que no siempre son comprendid­os por sus militantes y electores (o al menos no inicialmen­te).

El tercer valor es el de la autenticid­ad, que todos estimamos, pero que tomada en su radicalida­d es un ideal irrealizab­le. Si todos nos entregáram­os a nuestros impulsos, si dijéramos siempre lo que pensamos y sentimos, haríamos imposible la vida social.

No estamos obligados a decir en todo momento lo que nos parece, sino a ponderar siempre los motivos para hablar o callarse. No haberlo entendido es la causa de que los líderes impulsivos tengan un prestigio excesivo, porque hay quienes creen reconocer en ello una prueba de autenticid­ad. En ocasiones se llega al absurdo de que el sentimient­o descontrol­ado se presenta como expresión de autenticid­ad en políticos como Trump, Milei o Díaz Ayuso.

En la medida en que se trata de una capacidad por la que nos moderamos y autolimita­mos, la hipocresía así entendida beneficia nuestra conversaci­ón democrátic­a. Nunca fue tan necesaria esta virtud insólita para que nuestras conversaci­ones no se vuelvan imposibles en medio de un ensordeced­or griterío de individuos que exhiben sus emociones descontrol­adas. ■

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina