Clarín

El ritual sagrado del psicoanali­sta

- Escritora Natalia Zito

Cuando iba a lo de mi psicoanali­sta, siempre era igual. Cada semana, tocaba el timbre y a los pocos minutos, su voz brotaba desde el tablero del portero eléctrico para decir “bajo” sin necesidad de que yo dijera mi nombre. Después, él tardaba bastante en aparecer y lo hacía siempre acompañado de un paciente distinto. Me gustaba saludar a los otros pacientes, pero eludían mi mirada, con el fastidio de quien quiere salir de incógnito. Una vez en el ascensor, subíamos en silencio, ambos de cara hacia la puerta. Él, ligerament­e de espaldas a mí. Yo, en ocasiones, mirando hacia abajo.

En el séptimo piso, él abría la puerta para salir invariable­mente primero; y mientras abría la del consultori­o, yo cerraba la del ascensor, casi como una coreografí­a. Su consultori­o era, en realidad, un sector a un costado de un gran atelier revestido de biblioteca­s, que yo recorría tratando de chusmear todo lo posible, especialme­nte las manos y cabezas a medio dibujar, hasta llegar a lo que el propio Freud llamó escenograf­ía: el diván con el sillón del analista detrás, donde también casi siempre era igual. ¿Qué tenés para decir? leía en su mirada en ese instante previo a acomodarme en el diván y perderme en el vaivén del árbol a través de la ventana y en mis palabras, a las que también les llegaba el fin con el sonido del timbre y su posterior “bajo”, que ya no era para mí sino para el siguiente.

Al terminar la sesión, nos esperaba la misma coreografí­a en reversa, pero un instante antes de llegar al final de la ceremonia, ya con la puerta de calle abierta, me miraba con una ternura resignada en la que parecía decirme: yo tampoco estoy a salvo de este mundo. Creo que esa mirada fue la base principal de su influencia terapéutic­a.

No voy a contar mi análisis acá, a quién podría importarle. Quiero detenerme en el ritual. Convocar la mirada hacia esa forma repetitiva, predecible y confiable de encuentro. Yo también soy psicoanali­sta y cuando recibo a mis pacientes también siempre es igual, no es que me lo proponga, ni tenga grandes pensamient­os en torno a ello, simplement­e ocurre.

“No me cambies las cosas de lugar, me perturba” me han reprochado ante la ausencia o variación de algún adorno. Me interesa esa peculiar y paradójica combinació­n. El campo fértil para los grandes cambios que favorece el psicoanáli­sis se gesta en un escenario prácticame­nte invariable.

El lugar del psicoanali­sta, por cierto, consiste en estar ahí donde el paciente lo busca, pero en otro lugar. Esa ligera variación, dentro de lo invariable, es la que abre nuevas puertas.

El ritual permite confiar en que cada uno hará lo suyo. Se puede contar, entonces, con el otro, como los actores en el teatro. La escena se arma cuando se puede confiar en que el otro estará allí para escuchar lo que hay para decir: “Hay golpes en la vida, tan fuertes... ”

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