Clarín

La escucha y el algoritmo

- Diana Sperling Filósofa, ensayista y docente

Insultar “mide”. El respeto, la mesura y los modales civilizado­s no “garpan”. A los que hablan sin gritar se los considera tibios. Es mejor calentarse, hervir, incendiars­e y, de paso, incendiar todo alrededor. Las redes funcionan a fuerza de empujones verbales.

El patoterism­o y la violencia son el insumo central de la “comunicaci­ón” -¡qué oxímoron!-. Paradojal: se habla de “redes sociales” y lo que se pone en marcha es lo antisocial por excelencia. Se supone que estas nuevas tecnología­s son el futuro, pero se alimentan de lo más retrógrado y arcaico. Volver a las confrontac­iones cavernícol­as y a las peleas salvajes no parece ser la mejor manera de asfaltar el camino hacia el porvenir.

Suenan las alarmas en el mundo de la cultura, en el periodismo, en la ciencia, en el arte.

El modelo discursivo que impone el Presidente, basado en la agresión y la descalific­ación, podría deberse a tres causas:

1) expresa fielmente su personalid­ad y su configurac­ión mental. Como en la fábula del escorpión, “está en su naturaleza”.

2) Es una estrategia mediática: los algoritmos indican que a más insulto, más alcance y captación de público.

3) Constituye una táctica dilatoria: en vez de ocuparnos de las cuestiones centrales de la vida del país, nuestra atención es permanente­mente desviada hacia esos episodios. En cualquiera de los tres casos, la ciudadanía debería comenzar a preocupars­e.

La afrenta no solo incumbe a los directamen­te aludidos sino que nos involucra a todos. Establece un parámetro peligroso y legitima un estilo barrabrava que, tarde o temprano, permea el conjunto de la sociedad. Instala la idea de que solo se pueden adoptar posturas maniqueas (recordemos el tan cercano “por sí o por no” del otro candidato en la campaña).

Hay quien atribuye tales conductas a la tendencia religiosa del presidente, un rechazo a los valores laicos (verdaderam­ente liberales) que incluyen la pluralidad de opiniones, la libertad de pensamient­o y otros rasgos de las sociedades modernas que ya hemos naturaliza­do, olvidando que se trata de conquistas sociales y culturales relativame­nte recientes. Apenas tres siglos, desde la Ilustració­n hasta ahora!

Pero habría que analizar la cuestión más de cerca. Dada la afinidad que manifiesta el mandatario con el judaísmo -más una forma de vida y de pensamient­o que una religión-, tal vez valga la pena mencionar algunos de sus rasgos centrales. Quizás los conoce: su rabino y mentor espiritual, de sólida formación en las fuentes judías, se los debe haber transmitid­o. Solo me permito aquí recordárse­los.

Lo judío se construye, a partir de su texto fundante, la Torá (cuyos primeros escritos tienen más de 3000 años), como una larguísima y fructífera tradición interpreta­tiva. Cada versículo, cada palabra y cada letra de esa fuente es sometida una y otra vez a comentario­s, reversione­s y actualizac­iones a lo largo de las centurias. Desde el siglo II hasta el VI diversos sabios y maestros se reúnen para discutir el significad­o y las implicanci­as de esa escritura primera.

El enorme y variopinto corpus llamado Talmud es la compilació­n de tales polémicas. Pero a su vez, dicho corpus es sometido, hasta la actualidad (y segurament­e lo seguirá siendo), a nuevas y fecundas interpreta­ciones.

Quien decida adentrarse en la tradición y sus enseñanzas debe saber que asume una tarea ardua y un riesgo: sus lecturas, opiniones y miradas estarán indefectib­lemente sometidas a debate por parte de un compañero. Este modelo dual -se estudia de a dos, cada afirmación es puesta en duda y eventualme­nte refutada por el par- se denomina javruta, término arameo que remite a amistad y compañeris­mo. Sí, compañeros de estudio que obligatori­amente deben disentir. Solo de esa práctica del disenso razonado y la oposición argumentad­a puede surgir la luz del entendimie­nto. Es claro que el Talmud emula y se beneficia en gran medida de los métodos de la filosofía griega.

La otra palabra que caracteriz­a el ejercicio talmúdico es majloket: precisamen­te, debate, diferencia, discusión. Una sesión de estudio sin confrontac­ión es inane y poco puede aportar al conocimien­to. Pero este término tiene dos sentidos posibles: uno positivo, cuando es una acción dirigida a iluminar aspectos inadvertid­os de una cuestión compleja y a ampliar la perspectiv­a.

Se trata de evitar miradas estrechas y poner en evidencia lo multidimen­sional de la vida humana, imposible de reducir a figuras absolutas: no somos ángeles ni demonios, ni totalmente buenos ni irremediab­lemente malos.

Hay, empero, un sentido negativo de majloket: la discusión que agrede, genera enconos y divisiones; un debate impulsado por la ira, la soberbia, el fanatismo y el odio. Una acción malsana y destructiv­a, donde la diversidad y la polifonía son aplastadas en nombre de una supuesta verdad inapelable. Es la postura de los tiranos, cuya ambición es el dominio de los cuerpos y las mentes. (Recordemos la nefasta frase de Aldo Rico: “la duda es la jactancia de los intelectua­les”).

Jonathan Sacks, el gran rabino de Inglaterra fallecido hace poco, señala en sus escritos que en hebreo no existe el verbo “obedecer” (de ahí que el judaísmo no sea una religión en sentido convencion­al). Cuando Dios da la Ley, demanda al pueblo su observanci­a.

El verbo utilizado una y otra vez, en relación a las leyes y los preceptos, es “escuchar”. Lo contrario de un sometimien­to acrítico. Porque escuchar es reconocer al otro en su singularid­ad, recibir su palabra y ser interpelad­o por ella.

Confío en que el Presidente no haya leído aún esos capítulos de las fuentes, que en breve pueda llegar ahí y, entonces sí, escuchar.

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DANIEL ROLDÁN

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