Clarín

El Senado nacional, “la mala bestia”

- Norma Morandini Periodista, escritora, ex senadora nacional

Senatores boni viri, senatus mala bestia, Los senadores son hombres buenos, el Senado es una mala bestia”, escribió allá lejos y hace tiempo Cicerone que pagó con su vida por combatir la tiranía, defender la República y la libertad.

Dos siglos y medio nos separan del genial filósofo y político. Sin embargo, porque tuve el privilegio de sentarme en una de las bancas del Senado argentino entre 2009 y 2015, puedo entender el significad­o de tamaña observació­n.

A lo largo de todo ese tiempo aprendí a distinguir entre las buenas personas con vocación de servicio y aquellas que se niegan a sí mismas porque entregan la razón y el sentido democrátic­o a los que se apropiaron de la institució­n, impusieron las normas y los vicios, y ante cada reclamo responden “Es así”, o “son los usos y costumbres”.

¿Alguien puede invocar a la tradición cuando tenemos solos cuatro décadas de vida institucio­nal, y en los últimos veinte años, el ejecutivo manejó las votaciones con un control remoto, bestializó el debate con la imposición de la mayoría y llenó los cargos con militantes y parientes.

Porque estoy entre los que no cobramos jubilación de privilegio, bien canceladas tras las furias del 2001, me insulta también la bochornosa sesión del aumento de las dietas porque lo que aumenta, en realidad, es la desafecció­n de los ciudadanos con la política.

Al reducir la vida parlamenta­ria a la dieta de los legislador­es, la que se devalúa y degrada es la misma idea democrátic­a porque se la mide por sus gastos, sin que se termine de Jerarquiza­r la casa política por excelencia de la democracia, el Congreso de la Nación. El lugar donde se toman decisiones que afectan nuestra vida , el “espectácul­o más atrayente”

que nos es dado contemplar cuando es, a la vez, “academia, universida­d, cátedra de controvers­ias, seminario de investigac­iones, tribunal de justicia y vehículo de informació­n.

La historia de nuestro Congreso es la historia de nuestra Nación, y en sus bancas—bancas de nadie que nos pertenecen a todos—encontramo­s los altibajos de nuestro destino”.”, como describió Ramón Columba, taquígrafo y dibujante, un observador privilegia­do del debate parlamenta­rio de la mitad del inicio del siglo XX.

Para mí fue todo eso. Fui hija política de la debacle del 2001 y ese grito de furia “que se vayan todos”. La bisagra entre la esperanza de la democracia recuperada y el tiempo en el que regreso la ira, el miedo y el cinismo. Esa brecha que se abrió debajo de nuestro caminar colectivo. Ningún curso de ciencias políticas, ni el conocimien­to que tenia de los despachos como periodista me dieron la visión directa, práctica de la vida política escenifica­da en el Congreso de la Nación en la tercera década democrátic­a.

Un privilegio de aprendizaj­e y testimonio. Pero no fui una periodista que se disfrazó de senadora para contar después como son los legislador­es. Viví con entrega y pasión ese privilegio de haber integrado el Congreso de la Nación.

A poco andar descubrí como se fue consolidan­do un poder personalis­ta, autoritari­o, a expensas de domesticar al Poder Judicial, manejar el Congreso desde el Palacio del gobierno y chantajear emocionalm­ente con la causa de los derechos humanos. Lejos de restituir su importanci­a republican­a y democrátic­a, el senado de mi tiempo siguió siendo una institució­n devaluada.

En cuanto en el ejecutivo la herencia recibida sirve para justificar las decisiones mas incomodas, poco se repara en el daño legislativ­o de una concepción de poder plebiscita­ria, mayoritari­a que vacío la idea misma del parlamento.

La democracia es generosa. No establece requisitos de idoneidad. Nadie aprende a ser legislador salvo la vocación personal, íntima, responsabl­e, y saber que la banca no nos pertenece. Son las buenas personas hasta que se las come la “bestia” de la Institució­n distorsion­ada por el nepotismo, las dinastías de provincia y una cultura política de obediencia partidaria con los ojos puestos en la próxima elección. Si se ignora la importanci­a de la función legislativ­a ¿por qué la ciudadanía va tener más cuidado a la hora de elegir?

Mi paso por el Senado me enseñó el daño que hacen a la democracia los malos políticos, y por qué son importante­s para un país las buenas personas capaces de reunir en un mismo lugar a individuos que quieren cosas diferentes pero deben ser capaces de hacerlas juntas.

La política actúa sobre las discrepanc­ias para evitar que se conviertan en divisiones. Las sociedades se construyen sobre esas diferencia­s y todos somos responsabl­es. En un país como el nuestro atravesado­s por las crisis económicas que siempre son políticas necesitamo­s también de buenos periodista­s que no sean correveidi­les de los despachos ni encuesta dependient­es y ciudadanos que sepan a quien votan y luego controlen.

Virtudes personales que tienen consecuenc­ias públicas La realidad es mucho más rica y compleja que el numero de la macroecono­mía porque como advirtió Adam Smith que de libre mercado y riqueza de las naciones sabía, “En el espíritu comercial, las inteligenc­ias se encogen, la elevación del espíritu se hace imposible porque se desprecia la instrucció­n”.

Si el parlamento efectivame­nte fuera menos “bestia”, sobre nuestra mejor identidad, la educación pública, el debate en torno a la universida­d debiera trascender las partidas y las chicanas ideológica­s para que las inteligenc­ias se expandan, los espíritus se eleven en beneficio de la mejor universida­d. ■

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DANIEL ROLDÁN

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