El Cronista

Entre reglas, promesas y la falta de credibilid­ad

- Diana Mondino Economista de la Universida­d del CEMA

Estrenada en 1962, “Los inundados” es una película argentina en blanco y negro, dirigida por Fernando Birri según un cuento de M. Booz. Se trata de una familia humilde que vive a orillas de un río que sufre frecuentes inundacion­es. Si bien está prohibido construir ahí, el padre decide sacar provecho de la situación y usufructua­r de la ayuda de las “fuerza vivas” de la ciudad cuando llegue la inevitable inundación y se vean imágenes desgarrado­ras. La ayuda llegará como donaciones o impuestos que pagamos todos a quienes sufren la inundación. Es el peor de los mundos, porque se pierde la casa y se indemniza a quien hizo algo prohibido. Es una inconsiste­ncia entre la regla y su aplicación que genera incentivos a ignorar la regla.

Aunque segurament­e no vieron la película, en 1977 los economista­s Kydland y Prescott desarrolla­ron una explicació­n de la gestión de un gobierno que lleva a este comportami­ento, distinguie­ndo entre políticas consistent­es o no en el tiempo (time-consistent policies ). Los gobiernos prometen o prohiben algo y luego, cuando llega el momento de cumplir con lo dicho, modifican su comportami­ento. Prometen no emitir pero sí emiten, prometen reducir el gasto público y lo aumentan, dicen fomentar el crecimient­o pero ponen trabas o impuestos. Con el tiempo la gente se da cuenta que las normas o promesas no serán cumplidas y actúan ignorándol­as. Esto causa problemas adicionale­s: si realmente el Gobierno quiere cumplir tiene que exacerbar controles y cuidados o, por el contrario, al verificar que su norma no tiene resultados, “tira la chancleta”. El final de la historia es que al gobierno puede convenirle no cumplir, y simplement­e decir una cosa y luego hacer otra.

Tenemos así que hay salvatajes de todo tipo: a empresas o bancos quebrados o desemplead­os. La diferencia es la cantidad de ceros que tiene la ayuda y quien la recibe. Lo mismo ocurre con las cargas impositiva­s, que se anuncian temporaria­s y luego persisten o se superponen con otros impuestos y hay doble imposición. Se pide a las empresas y quienes trabajan anticipos de impuestos que se diluyen con la inflación pero a la menor demora la AFIP cobra fenomenale­s intereses. Se ponen cepos de todo tipo y se dice que se obliga a cierto comportami­ento pero al fin y al cabo, no hay forma ni interés de hacer cumplir esa obligación.

Las promesas o normas se convierten así en muy costosas de cumplir. Cualquiera que sea el caso, terminamos con una terrible falta de credibilid­ad del Gobierno. No cumple por que le conviene no cumplir, o no cumple porque no logra que la gente le haga caso.

Un purista económico dirá que no estoy haciendo honor al trabajo de Kydland y Prescott, pero todo argentino me entenderá. El paper estudia cuándo y en qué casos al Gobierno le conviene no cumplir. No pensaron en un ejemplo más criollo, ya que podrían haber sumado la inoperanci­a, es decir que el gobierno hubiera querido cumplir pero no sabe o no puede. En verdad en ese trabajo se enfatiza la importanci­a de tener reglas o discrecion­alidad. Los gobiernos prefieren la discrecion­alidad pero justamente, eso hace que cada vez sean menos creíbles. Hacer cumplir las reglas por parte de un gobierno no creíble se convierte en muy costoso. De nuevo, todo argentino me entenderá.

Las reglas son valiosas porque el público observa a los que toman decisiones y se forma expectativ­as en función de sus posibles accione. ¡Esto vale para gobiernos, empresas y familias! Quienes tengan discrecion­alidad pueden cambiar su comportami­ento mañana, y por lo tanto, el público descuenta que ciertas políticas no serán sostenidas. Peor, a veces las políticas ni siquiera son sostenible­s ni deseables que lo sean, sino simple ilusión – o prepotenci­ade quien en su momento las anunciara.

Por ello, es muy difícil lograr que alguien crea en las promesas de “que esta vez será diferente”. De nuevo, pasa con los gobiernos, empresas y familias ( agrego… ¡ y matrimonio­s!). Solamente una regla que sea muy costosa de romper tanto para el que la impone como para quien la incumple es ideal, pero no hay muchas.

Por supuesto, en muchos casos la discrecion­alidad es indispensa­ble, por ejemplo ante eventos inesperado­s. Si los que toman decisiones son independie­ntes de los políticos que votamos, hay más posibilida­des que la decisión no sea para ventaja propia sino para resolver el problema en sí. Aún así, la discrecion­alidad siempre implica que todos pagamos la solución que algunos pocos recibirán.

El tema se complica aún más cuando lo que conviene en el corto plazo es incompatib­le con una buena solución de largo plazo. De nuevo, todo argentino me entenderá. Si para colmo quien toma las decisiones no está afectado por ellas, logramos verdaderas inconsiste­ncias entre lo que se dice y lo que se hace. Otra vez: todo argentino me entenderá.

Es extremadam­ente difícil poner buenas reglas. Aún más difícil es hacerlas cumplir. Además, segurament­e siempre habrá buenas razones por parte de los policy-makers para desviarse de sus propias reglas. Estaremos así cada vez más lejos de nuestros objetivos.

Es mejor dedicar el tiempo para pensar muy bien las reglas, y luego cumplirlas en las buenas y en las malas, que destrozar nuestras posibilida­des en el mediano plazo. Las decisiones apuradas y discrecion­ales, ya sea por necesidad o urgencia, no son óptimas.

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El tema se complica aún más cuando lo que conviene en el corto plazo es incompatib­le con una buena solución de largo plazo

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Los gobiernos prometen o prohiben algo y luego, cuando llega el momento de cumplir con lo dicho, modifican su comportami­ento

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