“Su inmadurez me hizo huir”
Adriana amaba de Leo su risa, su colección de PIKACHUS, su trabajo de DJ y almorzar a las 2 de la mañana. Por la misma razón, un par de años después y cansada de JUGAR a la mamá, lo dejó dando un PORTAZO.
transversales y no dan tiempo a nada. Seis meses después estábamos arriba de un colectivo mudando mi ropa, la almohada, la silla ergonómica, el cactus y mi cuadro de Testino. Hice un hueco para la computadora entre las controladoras midi, pateé unos cables para acomodar la silla y sin más preámbulos dimos por iniciada nuestra pseudo convivencia.
La llamo así porque el primer techo que compartimos estaba habitado también por su papá, el dueño. Un viudo canchero y sobreprotector que le regalaba zapatillas importadas y le engrosaba la colección de discos en cada viaje. Trabajaba mucho, tenía una novia que vivía lejos y hacía unas peras al malbec riquísimas. Con suerte lo cruzábamos alguna noche en el living mirando tenis o tomando mate. Era un fantasma amistoso, la mano mágica que nos dejaba comida en el horno y nos organizaba. Si fuese por Leo las cenas se solucionaban encargando hamburguesas. Y si no quedaban medias limpias le sacaba unas al padre. Iba por la vida liviano, como levitando. Bajaba a la Tierra de visita, de jueves a domingos, cuando tenía responsabilidades. Mi mejor amiga cruzaba la puerta y nos preguntaba: “¿Cómo van las cosas en la mansión de
Lo quería así porque me revelaba. Su impulsividad nos metió en barros, pero me arrancaba de mi zona de confort para vivir la vida como todos deseamos. Cuando tenía un fin de semana libre le pedía el auto al padre y nos embarcábamos en aventuras a menos de cien kilómetros, como una sesión de fotos bizarras en los pasillos de un crucero semi-abandonado en un camping de Campana. Si le tocaba trabajar, lo acompañaba a la disco y volvíamos a las 7 de la mañana. Nos acostábamos vestidos y desayunábamos con el plato de tostadas encima de la almohada. Hacíamos el amor a la hora de la siesta, nos re-