ELLE (Argentina)

“Los flechazos entran secos, no te dan tiempo a nada. A los seis meses estaba en un colectivo mudando mi almohada, mi ropa, mi silla ergonómica, el cactus y mi cuadro de “Testino.

- TESTIMONIO MARIANELA FEIJOO

cuperábamo­s con licuado de banana y me tatuaba corazones de marcador rojo por la panza. Solíamos charlar con los pies en la pileta y tomarnos las cervezas de Gerardo – el padre intermiten­te– hasta que cayera helada.

Las vacaciones eran lo mejor, no tenían guión. Una vez, por ejemplo, me invitó a Punta del Diablo una semana y terminamos casi un mes en Florianópo­lis. Fuimos a comer afuera y se encontró con dos amigos de amigos que subían a Brasil con lugar en la camioneta. Llamó a otro amigo que le prometió un espacio en la casa y cuarenta y cinco minutos después, mientras me duchaba, hizo un bollo con la ropa, la metió en la mochila y me arrastró a lo que terminaron siendo tres semanas soñadas.

Si llegamos a tener una convivenci­a de verdad, creo, fue por mi crisis de los 30 con 2 años de retraso. Mi hermana menor ya tenía un hijo y nosotros una colección de máscaras. Después de una búsqueda intensa, conseguí un dos ambientes en Chacartita bastante parecido a un hogar, con paredes blanco tiza, pisos de roble y la copa de un jacarandá enmarcada por la ventana. Era un cambio radical, planeado, me sentía entusiasma­da.

Sin Gerardo para equilibrar el despilfarr­o, no tardamos en empezar a vivir un poco más ajustados. Y terminé siendo la única que ordenaba, barría y cocinaba. Sentí el reflujo de mi yo de antes, la irascible, la contractur­ada. Si estaban los vasos sucios él usaba una taza y si no cambiaba las toallas podía usar la misma por varias semanas. La veía a mi hermana, flamante mamá entre vomitadas, pañales, llantos. De las dos, yo era la más cansada. La agenda se me había llenado de tareas, las mías y las que le tenía que hacer acordar a él, desde el turno con el dentista al regalo de cumpleaños de la abuela.

Lo que también se saturaba era el departamen­to. El sumaba hobbies y yo iba perdiendo terreno. En menos de dos años los 48 m2 con identidad de hogar se convirtier­on en un laboratori­o experiment­al de una técnica para generar sonidos desmantela­ndo juguetes a pilas, artefactos y empalmando cables. Si antes dormía en la casa de ahora lo hacía en una planta de reciclado. Adiós a mi cuadro de Testino y hola a la estantería con un robot manco, un Simon, trece pianitos, cinco autos a control remoto y un Pikachu. A medida que se corría la voz, amigos y conocidos aparecían de visita con algún juguete viejo en la mano. Cuando la estantería ya no alcanzó, tuve que desarrolla­r la habilidad de esquivarlo­s a oscuras para llegar de noche al baño ¡Y comprarme pantuflas!, porque el piso era una alfombra de cablecitos pelados.

El tiempo que nos hacíamos para jugar solía ser nuestro pegamento. Ahora él jugaba solo y yo miraba a través del vapor de la cocina, el polvo de los estantes o el lavadero.

Estaba en la sala de espera del alergista cuando visualicé un futuro negro, el artículo era sobre los hombres que nunca crecen. “Hacen lo que les gusta y nunca lo que les correspond­e”, “Se resisten a sumar responsabi­lidades”, “Incapaces de compartir proyectos de vida en común”.

Hacía nueve años que estábamos juntos. Había llegado el momento de tener una conversaci­ón adulta y, aunque era tarde y llovía, me bajé una parada antes. Compré una pizza, dos cervezas y aproveché los tres pisos de ascensor para convencerm­e de que había esperanzas. Cuando abrí la puerta lo encontré sentado en el piso desmontand­o a Pikachu. Desde el pasillo se podía ver la ropa tendida en el balcón, a un metro y medio de él, empapándos­e. Me desquité con la máscara de gorila, esa que le salió doscientos dólares y sirvió para juntar ácaros en el perchero. Le recriminé que su colección de discos siguiera creciendo mientras yo recortaba gastos. Le pedí que fuera menos él, que se buscara otro trabajo y salí dando un portazo. ¿Se me había terminado el amor? Mi psicóloga habló sobre quitarse el velo, ¡pero lo mío era un mantel!

Seguimos en contacto por amigos en común. Daba la sensación de que era un Leo más calmado. En un cumpleaños me contó sobre su casa nueva, me invitó a conocerla. Tenía el piso de madera y las paredes blanco tiza despejadas. Un tercer ambiente para la mesa de mezclas, los vinilos y los cables. La habitación servía para dormir y el living para tomar té y caminar descalza. Arriba del sillón rojo estaba el robot manco con un post-it escrito a mano “Si volvés con nosotros te cedo la mitad de mi cuarto”.

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