ELLE (Argentina)

Es mi historia

“La infidelida­d de mi padre”

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Yo lo quiero a mi viejo, pero es algo tonto. Mis amigas dicen que es malo, pero yo no puedo terminar de enojarme. Mentira, estoy enojada, pero no sé cómo manejar el sentimient­o. Mi psicólogo dice que eso es malo para mí. En definitiva, la que se siente mala soy yo. Y sé que está mal, porque nada es mi culpa, pero seré tonta, como mi papá.

El está casado con Marité hace 20 años y separado de mi mamá hace 30. Yo tengo 42, pero esta situación me hace sentir de 4. Quiero llorar, hacer una rabieta, que alguien me haga upa y me diga que todo va a pasar. Pero bueno...

Hace diez años mi padre se compró una laptop y me pidió que lo ayude a hacer un backup. En retrospect­iva lo pienso y maldigo ese momento en que dije “sí”. Pasó que sin querer descubrí una carpeta con fotos amorosas de una mujer que no era Marité. Primero me dio risa.

Ahí estaba él con la dama en cuestión. Claramente no era su esposa. No sabía qué hacer con esa informació­n. Me sentí tan abochornad­a como asqueada y no le dije nada. Después de que se me pasó la impresión, empecé a pensar: ¿pero él no sabía que tenía esta carpeta? ¿No se dio cuenta? Si no hablaba con alguien me iba a volver loca. Le conté a mi hermano, que tiene dos años más que yo. Primero se sorprendió, después me preguntó si se lo había dicho a alguien y al final me preguntó si estaba segura, si había mirado bien. Por último decidió que yo estaba confundida, que mi padre podría ser coqueto con otras mujeres, pero nunca me dejaría ver fotos de él, que no era tonto, y me recomendó olvidarme de todo.

Y eso hice. Claro, la tonta era yo. Todos, incluida mi

madre, que se separó de él hace mil, tienen a mi padre en un pedestal. El siempre fue maravillos­o, esforzado, divertido. Fue nuestro sustento hasta que nos independiz­amos y siempre está ahí cuando alguien lo necesita. Por eso, creo, tengo tanto lío en la cabeza. Si fuese frío, tacaño, desapegado, sería más fácil enojarme, hacer lo correcto, decirle que hable con su esposa, que deje de involucrar­me.

Al poco tiempo, cuando ya empezaba a creer que tal vez había imaginado todo, él me llamó. Me invitó a tomar un café y me dijo que yo podría haber visto algo que era privado, que no era su intención. Me mantuve en silencio. Me explicó que no es un perverso y que sólo es nabo con la tecnología.

No sé por qué no le planteé en ese momento algo más. Le dije que no había visto nada, que no sabía de qué hablaba y que por favor cambiáramo­s de tema. Me di cuenta de que él sabía que yo sabía. Pero como si fuera un pacto mafioso él me contestó “gracias”.

Entonces sí, la visión que tenía de mi padre se esfumó. El es “el viejo” para mi hermano, “sapito” para Marité y hasta “un personaje divertido” para mi madre. Para mí era “papi”. Lo quiero como siempre, lo necesito, pero me da impresión su doble cara. Estaba tan dispuesta a olvidarme, que si las cosas hubieran quedado ahí, habría podido hacer como si nada. Pero no. Ese “gracias” abrió una puerta que no sé, hoy, cómo cerrar.

Un domingo vinieron papá y su esposa a visitarme a casa. Era junio. Cuando llegaron me mandaron un texto para que vaya hasta el auto a ayudarlos a bajar gaseosas y tuppers con comida. Cuando llegué, mi papá se acercó y me susurró: “Este es tu regalo del día del padre”. Y me metió un paquete en el bolsillo.

Lo espantoso es que yo entendí al momento. Quería que le diera el “regalo” frente a Marité para poder usarlo, porque era de su amante. Dije “feliz día” y se lo di.

Marité no es mi madre, pero la conozco desde chica y le tengo cariño. Y aunque no se lo tuviera, no es sano que un padre haga partícipe de su doble vida, infidelida­d o lo que sea a su hija. No soy su amiga, pero al viejo nadie sabe decirle que no.

Desde esa tarde, cada tanto él me llama por ejemplo un sábado y me dice cosas como “hoy almorzamos en el club”. La primera vez, aun queriendo creer en él, le dije que no podía. “No importa, es por si te llama Marité”, dijo. No sé qué haría si la esposa de mi padre me preguntara directamen­te. Igual nunca llamó. Y yo sigo diciéndole a mi papá “ok” cada vez. Y corto el teléfono y me sacude un escalofrío.

No puedo decirle que no y no me siento bien callándome, pero me callo. Yo, como mujer, creo que un tipo así es un pirata, un mentiroso. Me separé del papá de mi hijo mucho antes de que pasara todo esto, pero nunca volví a tener una pareja estable. Desconfío.

Es machista su actitud: trata a su esposa como a una estúpida, le falta el respeto. Y me usa a mí del mismo modo. Lo que más quisiera es poder decir lo que pasa. Y no puedo. Si esto le pasara a una amiga y ella hiciera lo que hago yo, le diría que está loca. Le aconsejarí­a que se defienda.

Con los años descubrí que no era un romance ni una relación paralela lo que tenía mi papá, sino un montón de mujeres con las que hace trampa. A ellas, a su mujer, a mí. Nos miente. Me pregunto si a mi mamá también la habrá engañado, pero eso es lo menos importante, ahora.

Diez años después, mi hermano todavía no me cree. No puede aceptar que nuestro papá es mala persona. Sí, es mala persona por lo que le hace a su mujer, pero más que nada por lo que me hace a mí. Y entonces estoy sola con esta situación. Tengo 42 años y me siento una nena de jardín. Aunque nunca lo hablamos, su forma sutil de enredarme como cómplice de sus engaños es un modo de negar todo: como si él no estuviera haciendo nada malo, como si yo hiciera algo malo si lo traicionar­a. Si tuviera el valor le diría: “Gracias papá por ayudarme a confiar en los hombres”. Pero no puedo.

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