ELLE (Argentina)

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Hablaban de un resfrío de Ramiro, del paseo que planeaban hacer, de la cuenta de luz, de un caño roto de la casa que había que arreglar. Cuestiones cotidianas en un tono cómplice, romántico. Estaba confundida. Sentí arcadas y corrí al baño a vomitar.

Al ver las fotos de esa familia supe que Mauro era parte de ella. No podía admitirlo. Seguí como si nada. No lo podía asimilar. Era como si hubiese estado a oscuras durante muchísimo tiempo y alguien, de pronto, prendía la luz. Una luz brillante y dolorosa.

En una oportunida­d, nuestro hijo mayor le rogó a su papá que lo llevara a Rosario. “Sí, por supuesto”, le respondió. Sugerí organizar un viaje en familia. Mauro pensó que la idea era buena. Aunque después nos sorprendió con pasajes para las Cataratas. “Apenas estemos de vuelta me toca ir a Rosario para resolver la llegada de unos containers al puerto”, me advirtió cuando estábamos por partir. La imagen de Natalia volvió a mi cabeza: su vestido escotado, su mirada tranquila, el nene que tenía en brazos.

Al final de nuestra semana en Misiones, cuando estábamos por tomar el avión, le murmuré: “Andá a lo de tu esposa y tu hijo de Rosario”. Abrió los ojos como platos. Empezó a reírse y luego frunció el ceño. Notó mi mirada firme, mi aire frío, y no negó.

Entonces comenzó el descenso al infierno. Las preguntas se impusieron por mail, por teléfono, durante toda esa semana en la que Mauro se quedó en Rosario. No había respuestas. Cuando volvió hablamos cara a cara, con franqueza. Me rogó que no se rompiera nuestra familia. Admitió que en determinad­o momento necesitó esta doble vida, pero que ya no la podía sostener más. Que me amaba y deseaba estar conmigo. Pedía perdón por lo que me estaba haciendo sufrir. Confesó que Natalia sabía todo, no vivía su elección de vida como una traición. Ella comenzó siendo su amante hasta que quedó embarazada, y él decidió hacerse cargo de esta nueva familia con la condición de no tener que alejarse de la que ya tenía.

Ahora sí, con toda la verdad dicha, me indigné. Le grité que llevaba quince años envuelta en sus mentiras. “Cinco”, me corrigió. No podía entender cómo me había ocultado tanto tiempo esta situación. Tenía otra historia de amor, otro hijo, otra casa, otra familia. ¿Cómo era su “otra familia”?, ¿Estaba ahí cuando me escribía que me extrañaba desde habitacion­es de hotel, a veces, con lindas vistas? ¿Había llegado a esto por

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