ELLE (Argentina)

Es mi historia ¿Por qué no llegaba el segundo?

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Quería ser mamá otra vez y no quedaba embarazada. Ella y su marido se hicieron estudios hasta que descubrió su endometrio­sis, una enfermedad escondida. Luego del tratamient­o, siguió buscando otro bebé durante años. Frustrada y agotada, desistió. Al año, nació Tomás.

La primera vez que Agustina dijo “hermanito” tenía dos años y medio. Con Diego siempre tuvimos la idea de tener otro hijo, pero pensábamos esperar más. Fui mamá a los 29, quedé embarazada cuando lo planeamos, apenas dejamos de cuidarnos. Me imaginaba un segundo embarazo pasados los 35, en otra etapa de mi vida, mejor asentada laboralmen­te y con Agus ya más grande e independie­nte.

Un sábado a la tarde estábamos charlando en el jardín de la casa de mis padres y la vimos venir a Agus con un bebote. Era el muñeco que me habían regalado cuando cumplí tres, según mamá. Mi hija lo encontró en el ropero de mi cuarto de soltera y lo trajo corriendo. “Hermanito”, dijo y me lo dejó sobre las piernas. Papá y mamá se tentaron de risa, pero Diego y yo nos miramos muy serios. Agustina trepó al sillón y volvió a agarrar el muñeco. “Hermanito”, repitió mientras lo abrazaba y lo llenaba de besos. ¿Qué estaba pasando ahí?

“Vas a tener que apurar el trámite, Verónica”, bromeó mamá. Otra vez nos miramos con Diego. Pensamos que todo iba a quedar ahí, pero ese día nos tuvimos que volver con el bebote: no hubo forma de que Agus lo soltara.

Esa noche, Diego y yo hablamos sobre la llegada de otro hijo. Tal vez más adelante nos acostumbrá­ramos demasiado a ser solo tres en la familia. Empezamos a

Tuve mi primer hijo sin problemas

Me imaginaba el otro embarazo pasados los 35, en otra etapa de mi vida, mejor asentada laboralmen­te y con Agus ya más grande e independie­nte.

enumerar las ventajas de tener dos hijos casi de la misma edad: eran muchas más que los inconvenie­ntes.

Ambos habíamos crecido en familias numerosas y lo de plantarse en la hija única no estaba en los planes. Hubo más charlas de ese estilo hasta que, algún tiempo después, decidimos darle a Agustina un hermanito de verdad. Otra vez dejamos de cuidarnos. Y empecé a soñar con un bebé.

Cuando al mes siguiente me vino el período, no me alteré. La ansiedad es el peor enemigo de las ilusiones. Estaba segura de que pronto tendría que anunciar la GRAN noticia. Pero pasaron otros meses y mi ciclo seguía regular, aunque más doloroso que antes.

Cuando fui al control anual con mi ginecóloga, le comenté lo que me pasaba. Mejor dicho, lo que no me pasaba. Mientras me hacía el PAP me preguntó si Diego había consultado a un médico clínico porque había que descartar que él no sufriera un desorden hormonal. La verdad es que jamás se me había cruzado por la cabeza que el problema podría ser de él. ¡Qué difícil es dejar de ser machistas! A lo mejor, esos kilitos que había sumado en el último tiempo no eran solamente por exceso de harinas.

Esa noche lo charlamos y al otro día sacó turno con su médico. Los análisis clínicos de él dieron bien. En cambio, mis estudios permitiero­n ver que tenía endometrio­sis. La ginecóloga me explicó que era un crecimient­o del tejido endometria­l que está en el útero. Como en mi caso era bastante leve, no tuve que operarme, todo se solucionó con un tratamient­o hormonal que duró casi un año. Durante esos meses, era imposible que quedara embarazada. ¿Qué pasaría después?

Nada. Eso fue lo que pasó: n-a-d-a. Supuestame­nte, mi organismo ya estaba en condicione­s para un embarazo. Al menos, era lo que indicaban los estudios. Google y varias amigas decían que la infertilid­ad podía ser una secuela de la endometrio­sis. Mi ginecóloga, en cambio, aseguraba que no se podía generaliza­r. Yo oscilaba de la obsesión a la angustia. Aconsejado por un amigo, mi marido decidió hacer un estudio por si había algún problema con sus espermatoz­oides. Quiza muy lentos, quizá poco potentes le habían dicho. Pero todo dio ok.

Una noche, Diego mencionó la posibilida­d de recurrir a la fertilizac­ión asistida. ¿Más hormonas? No, ¡por favor! Ya bastante había tenido con las del tratamient­o de la endometros­is. La médica me recomendó que si- gamos intentándo­lo “naturalmen­te” durante un tiempo más. “A veces, la cabeza juega en contra”, me dijo. Debía tranquiliz­arme y volver a confiar en mi organismo.

Cumplí 35 en medio de la búsqueda. Justo estaba ovulando y no pude evitar pensar en un embarazo: sería el mejor regalo que podría recibir. Pero no pasó y, cuando tuve la certeza, dos semanas después, lloré mucho. Me sentía frustrada, vencida y, sobre todo, agotada.

Decidimos tomarnos un descanso: en vez de concentrar­nos en buscar el embarazo, íbamos a disfrutar de la hija preciosa que teníamos. ¡Y cumplir un sueño en familia! Entonces, sacamos pasajes para celebrar los seis años de Agustina en Disneyworl­d.

Allá la pasamos genial, parecíamos tres chicos, en vez de dos papás y su hija. Al regreso, la euforia nos duró varias semanas. Mientras que entregábam­os los regalitos que habíamos traído para la familia, contábamos las anécdotas del viaje una y otra vez. Quizá por eso no reparé en que hacía un mes y medio que no me venía. Cuando me di cuenta, esperé una semana más antes de comprar un test casero. Lo hice y ahí las vi: dos rayitas. Agarré el celular para mandarle un WhatsApp a Diego, pero finalmente se lo conté a la noche. Necesitaba que me abrazara y que me asegurara que no iba a ser una falsa ilusión. Me abrazó, claro, pero lo que me dijo fue: “¿Sacaste turno con la ginecóloga?”. El también quería asegurarse de que esta vez no sería una falsa alarma.

A los cuatro meses se lo contamos a Agustina: “Vas a tener un hermanito”. Durante mucho tiempo habíamos fantaseado con su reacción. Jamás imaginamos que sería una mueca de desagrado y un planteo: “Podemos devolverlo, ¿no?”. El enojo le duró hasta que Tomás nació.

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