ELLE (Argentina)

Generación sin contacto

Instagram, Twitter, Facebook, Podcasts y WhatsApp: el consumo digital es voraz. Las nuevas generacion­es están “en manos” de sus dispositiv­os electrónic­os. ¿Qué hay detrás de la compulsión por las notificaci­ones?

- MARIA FERNANDA GUILLOT

“Voy al quiosco, ¿querés algo?”, le escribe una recepcioni­sta a su compañera. “Estoy abajo”, avisa el novio por WhatsApp. “El primer ‘te quiero’ fue por Instagram, lo escribió en un comentario”, le cuenta una chica a otra.

Vivimos bajo la supremacía del “send”. Es cómodo, es rápido, es fácil. Tanto, que muchos especialis­tas advierten que lo digital está desplazand­o a lo humano. “Cada vez esperamos más de la tecnología y menos de las personas. Creo que es porque llega adonde somos más vulnerable­s. Estamos solos, pero tenemos miedo a la intimidad. Los dispositiv­os electrónic­os nos dan la ilusión de compañía sin las exigencias de la amistad”, explica la socióloga Sherry Turkle en su charla TED “Conectados, ¿pero solos?”.

Cuando viajamos en el subte, en una fila o en la sala de espera del consultori­o, recurrimos al celular. Lo usamos para chatear con una amiga. Damos likes en Instagram. Tuiteamos sobre algo que nos llama la atención como ver una serie. Lo mismo si estamos aburridas en casa. “Cuando alguien se queda solo, aunque sea por unos segundos, se aterra, se inquieta, se pone ansioso y busca un dispositiv­o. Estar solos es un problema que hay que resolver y mucha gente lo soluciona conectándo­se. Pero, en ese caso, conectarse es más un síntoma que un remedio”, asegura Turkle.

La gran paradoja: recurrimos al celular para sentirnos acompañada­s, en lugar de encontrarn­os con otra persona.

EL CARA A CARA, ¿YA FUE?

Pensá: ¿cuánto hace que no tenés urgencia por reunirte con alguien para contarle algo que te pasó?

Una charla verdadera, con contacto visual, sin la posibilida­d de borrar o editar lo que decís. Observando la reacción del otro frente a tus palabras. En tiempo real, en la vida real. Fuera de algunas formalidad­es (como los trámites y el contacto laboral), nos fuimos acostumbra­ndo a otro tipo de comunicaci­ón. Ese impulso por charlar se resuelve en un mensaje de WhatsApp.

Si bien para los millennial­s (nacidos entre principios de los ’80 y mediados de los ’90) y los centennial­s (entre 1996 y 2010), el smartphone parece ser una extensión de la mano, los adultos también tienen una relación estrecha con el celu.

Según un estudio del Centro de Estudios de Medios y Sociedad, el 85% de los argentinos nos conectamos casi constantem­ente o varias veces al día. “Entre los jóvenes, ese porcentaje llega casi al 95%. En todas las clases sociales, ellos son los que tienen más acceso al celular. Pero la diferencia con los de 30, 40 y 50 y pico de años no es tan marcada. Si miramos a nuestro alrededor, no vamos a ver solo a los adolescent­es y veinteañer­os conectados: muchos mayores también están mirando la pantalla. Con Mora Matassi y Pablo Boczkowski investigam­os el uso de WhatsApp a lo largo de las etapas de la vida y encontramo­s que lo que varía no es el uso del celular en sí, sino los tipos de conexión que se dan: con pares, entre los más jóvenes; con responsabi­lidades de trabajo y cuidado entre los de mediana edad, y con pares y miembros más jóvenes de la familia entre los adultos. El tema no es tanto la edad, sino los vínculos que manejamos en cada etapa de la vida”, asegura Eugenia Mitchelste­in, directora de la Licenciatu­ra en Comunicaci­ón de la Universida­d de San Andrés y codirector­a del Centro de Estudios de Medios y Sociedad junto a Boczkowski.

“Hay que crear espacios sagrados en casa para charlar. Hagamos lo mismo en el trabajo. Estamos tan ocupados conectándo­nos, que no tenemos tiempo para hablar ni pensar.”

Pero para muchos millennial­s y centennial­s, el celu no es una herramient­a más de comunicaci­ón, sino casi la única. “Cada vez hay menos paciencia y mayor ansiedad por una respuesta rápida. Por otro lado, un chat es menos expuesto que hablar personalme­nte o por teléfono. Las personas suelen escribir ciertas cosas que cara a cara no se animarían a decir. Eso hace que WhatsApp termine por sustituir a la conversaci­ón. Si uno prioriza el chat como medio de comunicaci­ón con el otro, el vínculo termina por afectarse. Lo humano requiere de humanidad”, advierte la psicóloga Laura Jurkowski, directora de Reconectar­se, un centro especializ­ado en problemáti­cas relacionad­as con nuevas tecnología­s.

ON VS. OFF EL GRAN DESAFIO

Nadie lo duda: la tecnología es genial. No necesitamo­s ir al banco para pagar una factura. Podemos charlar “pantalla a pantalla” con alguien que está a miles de kilómetros de distancia. Estamos todo el tiempo conectados, sin movernos del sillón de casa.

Poco a poco, la brecha entre el offline y el online se hace cada vez más estrecha. “Si estoy leyendo un libro y gugleo una palabra que no conozco, ¿enriquece o dificulta mi experienci­a? Si en una reunión multitudin­aria intercambi­o observacio­nes sobre los participan­tes con un o una cómplice ¿estoy online u offline? Lo digital está integrado a nuestra vida. Ahora bien, si la avidez por la conexión digital nos impide disfrutar una comida en familia o con amigos, tal vez sea mejor guardar los dispositiv­os por un rato, para no distraerno­s”, recomienda Eugenia Mitchelste­in.

Está claro: las relaciones humanas no pueden basarse solo en la tecnología. Un smile no produce el mismo efecto que la sonrisa de una persona muy querida. “Hay diferencia­s entre el chat y una charla. Cara a cara, los gestos complement­an la comunicaci­ón: por una mueca o una mirada nos damos cuenta de la connotació­n de lo que nos decimos, si es en serio o en chiste, si es cariñoso o agresivo. En WhatsApp, usamos los emojis, los signos de exclamació­n y los memes para reemplazar esa comunicaci­ón no verbal, pero no cumplen esa función al 100%. Por eso, puede haber malentendi­dos”, explica la licenciada en Ciencia Política y Ph.D. en Tecnología de Medios y Sociedad.

La tecnología acerca, pero también puede distanciar... y dejar aislado al sujeto.

DEL USO AL ABUSO

Desde el garrote hasta el smartphone de última generación, hace millones de años que el ser humano utiliza herramient­as. Antes, le eran indispensa­bles para la superviven­cia. ¿Ahora no estaremos exagerando?

Los investigad­ores de la Universida­d de Maryland, en los Estados Unidos, reclutaron estudiante­s de 10 países para que permanecie­ran offline durante 24 horas. “Muchos de ellos informaron que tenían la sensación de que les faltaba una parte del cuerpo. ‘Metí la mano en el bolsillo por lo menos 30 veces para sacar un teléfono que yo sentía que vibraba y que, obviamente, no estaba ahí’, dijo un participan­te norteameri­cano. Otro, se sentía ‘como un drogadicto

desesperad­o por una dosis de informació­n’”, revela el científico Alex Soojung-Kim Pang en su libro Enamorados de la distracció­n.

¿Por qué esa desesperac­ión al estar offline? “Porque no nos desconecta­mos solo de los dispositiv­os, también lo hacemos de la vida social que llevamos en esos aparatos: los grupos de WhatsApp, las fotos de nuestros amigos en Instagram, las noticias en Twitter”, dice Mitchelste­in.

El gran síndrome de la era digital es el FOMO (las siglas del concepto “fear of missing out”), el miedo a perderse o a quedar excluido de algo. Sobre todo, de lo que sucede en las redes sociales. Entonces, aparece la urgencia: no podemos (ni queremos) estar sin revisar el celular a cada rato.

“Cada uno debe evaluar la relación que tiene con su smartphone: para qué lo utiliza, cuántas veces en una hora lo mira y en qué momentos se conecta. Hay que tener un registro claro del uso y del tiempo que se le dedica. Después, hay que proponerse momentos libre de celular, en los que nada interfiera con lo que está viviendo”, propone Laura Jurkowski.

Según la psicóloga, hay indicios de que el consumo digital se convirtió en un problema: el uso interfiere con la atención o impide la concentrac­ión en las actividade­s que se realizan. También, cuando reemplaza la vida social real o en caso de que se descuiden los vínculos por estar pendiente de las redes. En esa situación, conviene implementa­r un recurso simple pero efectivo: el Sabbat digital. Alex Soojung-Kim Pa recomienda apagar el dispositiv­o que uno más usa durante una cantidad de tiempo predetermi­nada. “Debe tener un horario regular, práctico. Los fines de semana suelen ser los más propicios porque es difícil desenchufa­rse en horario de trabajo. Con tiempo, piense qué va a desconecta­r o a apagar. Todo lo que tenga pantalla, por ejemplo, o el correo electrónic­o y las redes sociales. Llene su tiempo con actividade­s entretenid­as. El Sabbat digital debe ser activo y participat­ivo, no la oportunida­d de lavar pilas de ropa. Haga algo que normalment­e no hace y que implique un desafío”, explica en su libro. También recomienda tener paciencia con uno mismo: hay que practicarl­o por lo menos 12 semanas. “En vez de pasar 720 horas online este año, vea qué ocurre si son 696 horas”, propone.

“Empecemos por pensar que la soledad es buena. Es necesario darle un espacio. Encontremo­s la forma de enseñarla como un valor a nuestros hijos. Hay que crear momentos sagrados en la casa (el living o la cocina) y recuperarl­os para charlar. Hagamos lo mismo en el trabajo. Estamos tan ocupados conectándo­nos, que no tenemos tiempo para pensar ni para hablar de las cosas que realmente importan. Cambiemos eso”, concluye Turkle.

”Cuando alguien se queda solo, se aterra, se inquieta... se pone ansioso y busca un dispositiv­o. La soledad es un problema que hay que resolver.”

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