Generación sin contacto
Instagram, Twitter, Facebook, Podcasts y WhatsApp: el consumo digital es voraz. Las nuevas generaciones están “en manos” de sus dispositivos electrónicos. ¿Qué hay detrás de la compulsión por las notificaciones?
“Voy al quiosco, ¿querés algo?”, le escribe una recepcionista a su compañera. “Estoy abajo”, avisa el novio por WhatsApp. “El primer ‘te quiero’ fue por Instagram, lo escribió en un comentario”, le cuenta una chica a otra.
Vivimos bajo la supremacía del “send”. Es cómodo, es rápido, es fácil. Tanto, que muchos especialistas advierten que lo digital está desplazando a lo humano. “Cada vez esperamos más de la tecnología y menos de las personas. Creo que es porque llega adonde somos más vulnerables. Estamos solos, pero tenemos miedo a la intimidad. Los dispositivos electrónicos nos dan la ilusión de compañía sin las exigencias de la amistad”, explica la socióloga Sherry Turkle en su charla TED “Conectados, ¿pero solos?”.
Cuando viajamos en el subte, en una fila o en la sala de espera del consultorio, recurrimos al celular. Lo usamos para chatear con una amiga. Damos likes en Instagram. Tuiteamos sobre algo que nos llama la atención como ver una serie. Lo mismo si estamos aburridas en casa. “Cuando alguien se queda solo, aunque sea por unos segundos, se aterra, se inquieta, se pone ansioso y busca un dispositivo. Estar solos es un problema que hay que resolver y mucha gente lo soluciona conectándose. Pero, en ese caso, conectarse es más un síntoma que un remedio”, asegura Turkle.
La gran paradoja: recurrimos al celular para sentirnos acompañadas, en lugar de encontrarnos con otra persona.
EL CARA A CARA, ¿YA FUE?
Pensá: ¿cuánto hace que no tenés urgencia por reunirte con alguien para contarle algo que te pasó?
Una charla verdadera, con contacto visual, sin la posibilidad de borrar o editar lo que decís. Observando la reacción del otro frente a tus palabras. En tiempo real, en la vida real. Fuera de algunas formalidades (como los trámites y el contacto laboral), nos fuimos acostumbrando a otro tipo de comunicación. Ese impulso por charlar se resuelve en un mensaje de WhatsApp.
Si bien para los millennials (nacidos entre principios de los ’80 y mediados de los ’90) y los centennials (entre 1996 y 2010), el smartphone parece ser una extensión de la mano, los adultos también tienen una relación estrecha con el celu.
Según un estudio del Centro de Estudios de Medios y Sociedad, el 85% de los argentinos nos conectamos casi constantemente o varias veces al día. “Entre los jóvenes, ese porcentaje llega casi al 95%. En todas las clases sociales, ellos son los que tienen más acceso al celular. Pero la diferencia con los de 30, 40 y 50 y pico de años no es tan marcada. Si miramos a nuestro alrededor, no vamos a ver solo a los adolescentes y veinteañeros conectados: muchos mayores también están mirando la pantalla. Con Mora Matassi y Pablo Boczkowski investigamos el uso de WhatsApp a lo largo de las etapas de la vida y encontramos que lo que varía no es el uso del celular en sí, sino los tipos de conexión que se dan: con pares, entre los más jóvenes; con responsabilidades de trabajo y cuidado entre los de mediana edad, y con pares y miembros más jóvenes de la familia entre los adultos. El tema no es tanto la edad, sino los vínculos que manejamos en cada etapa de la vida”, asegura Eugenia Mitchelstein, directora de la Licenciatura en Comunicación de la Universidad de San Andrés y codirectora del Centro de Estudios de Medios y Sociedad junto a Boczkowski.
“Hay que crear espacios sagrados en casa para charlar. Hagamos lo mismo en el trabajo. Estamos tan ocupados conectándonos, que no tenemos tiempo para hablar ni pensar.”
Pero para muchos millennials y centennials, el celu no es una herramienta más de comunicación, sino casi la única. “Cada vez hay menos paciencia y mayor ansiedad por una respuesta rápida. Por otro lado, un chat es menos expuesto que hablar personalmente o por teléfono. Las personas suelen escribir ciertas cosas que cara a cara no se animarían a decir. Eso hace que WhatsApp termine por sustituir a la conversación. Si uno prioriza el chat como medio de comunicación con el otro, el vínculo termina por afectarse. Lo humano requiere de humanidad”, advierte la psicóloga Laura Jurkowski, directora de Reconectarse, un centro especializado en problemáticas relacionadas con nuevas tecnologías.
ON VS. OFF EL GRAN DESAFIO
Nadie lo duda: la tecnología es genial. No necesitamos ir al banco para pagar una factura. Podemos charlar “pantalla a pantalla” con alguien que está a miles de kilómetros de distancia. Estamos todo el tiempo conectados, sin movernos del sillón de casa.
Poco a poco, la brecha entre el offline y el online se hace cada vez más estrecha. “Si estoy leyendo un libro y gugleo una palabra que no conozco, ¿enriquece o dificulta mi experiencia? Si en una reunión multitudinaria intercambio observaciones sobre los participantes con un o una cómplice ¿estoy online u offline? Lo digital está integrado a nuestra vida. Ahora bien, si la avidez por la conexión digital nos impide disfrutar una comida en familia o con amigos, tal vez sea mejor guardar los dispositivos por un rato, para no distraernos”, recomienda Eugenia Mitchelstein.
Está claro: las relaciones humanas no pueden basarse solo en la tecnología. Un smile no produce el mismo efecto que la sonrisa de una persona muy querida. “Hay diferencias entre el chat y una charla. Cara a cara, los gestos complementan la comunicación: por una mueca o una mirada nos damos cuenta de la connotación de lo que nos decimos, si es en serio o en chiste, si es cariñoso o agresivo. En WhatsApp, usamos los emojis, los signos de exclamación y los memes para reemplazar esa comunicación no verbal, pero no cumplen esa función al 100%. Por eso, puede haber malentendidos”, explica la licenciada en Ciencia Política y Ph.D. en Tecnología de Medios y Sociedad.
La tecnología acerca, pero también puede distanciar... y dejar aislado al sujeto.
DEL USO AL ABUSO
Desde el garrote hasta el smartphone de última generación, hace millones de años que el ser humano utiliza herramientas. Antes, le eran indispensables para la supervivencia. ¿Ahora no estaremos exagerando?
Los investigadores de la Universidad de Maryland, en los Estados Unidos, reclutaron estudiantes de 10 países para que permanecieran offline durante 24 horas. “Muchos de ellos informaron que tenían la sensación de que les faltaba una parte del cuerpo. ‘Metí la mano en el bolsillo por lo menos 30 veces para sacar un teléfono que yo sentía que vibraba y que, obviamente, no estaba ahí’, dijo un participante norteamericano. Otro, se sentía ‘como un drogadicto
desesperado por una dosis de información’”, revela el científico Alex Soojung-Kim Pang en su libro Enamorados de la distracción.
¿Por qué esa desesperación al estar offline? “Porque no nos desconectamos solo de los dispositivos, también lo hacemos de la vida social que llevamos en esos aparatos: los grupos de WhatsApp, las fotos de nuestros amigos en Instagram, las noticias en Twitter”, dice Mitchelstein.
El gran síndrome de la era digital es el FOMO (las siglas del concepto “fear of missing out”), el miedo a perderse o a quedar excluido de algo. Sobre todo, de lo que sucede en las redes sociales. Entonces, aparece la urgencia: no podemos (ni queremos) estar sin revisar el celular a cada rato.
“Cada uno debe evaluar la relación que tiene con su smartphone: para qué lo utiliza, cuántas veces en una hora lo mira y en qué momentos se conecta. Hay que tener un registro claro del uso y del tiempo que se le dedica. Después, hay que proponerse momentos libre de celular, en los que nada interfiera con lo que está viviendo”, propone Laura Jurkowski.
Según la psicóloga, hay indicios de que el consumo digital se convirtió en un problema: el uso interfiere con la atención o impide la concentración en las actividades que se realizan. También, cuando reemplaza la vida social real o en caso de que se descuiden los vínculos por estar pendiente de las redes. En esa situación, conviene implementar un recurso simple pero efectivo: el Sabbat digital. Alex Soojung-Kim Pa recomienda apagar el dispositivo que uno más usa durante una cantidad de tiempo predeterminada. “Debe tener un horario regular, práctico. Los fines de semana suelen ser los más propicios porque es difícil desenchufarse en horario de trabajo. Con tiempo, piense qué va a desconectar o a apagar. Todo lo que tenga pantalla, por ejemplo, o el correo electrónico y las redes sociales. Llene su tiempo con actividades entretenidas. El Sabbat digital debe ser activo y participativo, no la oportunidad de lavar pilas de ropa. Haga algo que normalmente no hace y que implique un desafío”, explica en su libro. También recomienda tener paciencia con uno mismo: hay que practicarlo por lo menos 12 semanas. “En vez de pasar 720 horas online este año, vea qué ocurre si son 696 horas”, propone.
“Empecemos por pensar que la soledad es buena. Es necesario darle un espacio. Encontremos la forma de enseñarla como un valor a nuestros hijos. Hay que crear momentos sagrados en la casa (el living o la cocina) y recuperarlos para charlar. Hagamos lo mismo en el trabajo. Estamos tan ocupados conectándonos, que no tenemos tiempo para pensar ni para hablar de las cosas que realmente importan. Cambiemos eso”, concluye Turkle.
”Cuando alguien se queda solo, se aterra, se inquieta... se pone ansioso y busca un dispositivo. La soledad es un problema que hay que resolver.”