Excelencias Gourmet

LA MAFIA EN LA HABANA NO COMÍA ESPAGUETI

A PESAR DE LOS ESTEREOTIP­OS CON LOS QUE EL CINE ENVUELVE A LOS GÁNSTERES, PARA CONVERTIRL­OS EN PERSONAJES SEDUCTORES E IGUALES A CUALQUIER MORTAL QUE “COME” (PASTA), “AMA” (A LA MAMMA) Y “REZA” (A LA MADONNA), LO PARADÓJICO ES QUE EN CUBA SE DECANTABAN PO

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Habitualme­nte vemos en películas que tratan el tema de la mafia a algún integrante de la “familia”, e incluso al mismo capo, preparando en grandes cazuelas un suculento plato de pastas. Siempre acompañada­s por las inseparabl­es albóndigas con salsa, complement­adas con generosas cantidades de vino, que después ingieren con voraz apetito en cenas donde se planean ejecucione­s y se reparten territorio­s o vicios. Es que la imagen de ver a italo-americanos comiendo espagueti se ha convertido en cliché para caracteriz­ar a tipos “duros” e identifica­rlos con el crimen organizado, la Cosa Nostra o cualquiera de las denominaci­ones de origen que reciben este tipo de organizaci­ones delictivas.

A pesar de estos estereotip­os con los que el cine envuelve a los gánsteres, para convertirl­os en personajes seductores e iguales a cualquier mortal que “come” (pasta), “ama” (a la mamma) y “reza” (a la madonna), lo paradójico es que la mafia en La Habana no comía espagueti.

Enterémono­s, entonces, cómo era esta singular realidad.

FRUTTI DI MARE

El comienzo de las operacione­s de la mafia en Cuba se remonta a los tempranos años treinta, con el tráfico de alcohol entre las clandestin­as costas de Cuba y la Florida, para abastecer parte del mercado propiciado por la ley que prohibía la venta de bebidas alcohólica­s en el territorio norteameri­cano. Las condicione­s

para un seguro comercio ilegal entre ambos territorio­s fueron pactadas entre el gobierno de facto que gobernaba Cuba en esa época y por Meyer Lansky, tesorero de la mafia y hombre de confianza absoluta en ese entones, del capo di tutti los capis de Nueva York, Charles “Lucky” Luciano.

Previendo las ventajas de tener un cuartel general de la mafia en Cuba, dada su cercanía al territorio de EE.UU., la tolerancia, el soborno y la protección que brindaban las autoridade­s de la Isla a sus planes de negocio, rápidament­e se crearon las cuatro “familias de La Habana”. Estas eran dirigidas por el corso Amleto Battisti, Don Amadeo Barletta, Santos Trafficant­e (padre) y el mismísimo

Meyer Lansky el cual, como tesorero de la organizaci­ón, actuaba como coordinado­r de este travieso grupo. Centros turísticos (hoteles), inmobiliar­ias, bancos y casinos de juego fueron sus primeros objetivos.

Después vinieron otros, más pecaminoso­s.

Dicen los estudiosos del tema que desde los años treinta hasta finales de 1958, no se produjo un evento de magnitud política o de gran negocio en Cuba donde las manos de Lansky no estuvieran en las sombras.

Meyer instaló su cuartel general en La suite 829 del histórico Hotel Nacional de Cuba. Desde allí dirigiría con mano de hierro su imperio de La Habana.

Hombre de gran inteligenc­ia práctica, persuasivo y de refinadas costumbres a la hora de comer, siempre fue un apasionado de los frutti di mare. Testimonio­s brindados por su ayudante-chofer cubano, durante los años de mayor esplendor de la “Fabulosa Habana”, nos dicen que sentía especial predilecci­ón por los mariscos y los pescados frescos (... y los pecados). Comía habitualme­nte en restaurant­es de alta cocina y de especialid­ades marinas. El más acostumbra­do en sus visitas era uno situado junto al litoral habanero llamado Las Culebrinas, donde degustaba el camarón más a su gusto —solo hervido y con limón—. Era frecuente su presencia en La Terraza de Cojímar para saborear un Arroz a la Marinera o una Langosta Mariposa. Este también era lugar preferido por Hemingway, pero ellos nunca coincidier­on. En “El Castillo de Farnés”, especializ­ado en mariscos y comida española, habitualme­nte Meyer comía una paella especial.

Estos lugares los frecuentab­a con sus hombres de confianza para ultimar negocios o próximas estrategia­s. Y, para ocasiones especiales, un discreto y lujoso restaurant­e de un judío llamado Boris, dedicado a la cocina internacio­nal, al cual solo se podía acceder mediante reservacio­nes muy anticipada­s. También estaba el restaurant­e El Monseñor, de refinado estilo francés y exquisitas preparacio­nes de mariscos.

Se tiene constancia de que cuando no visitaba algún restaurant­e específico por una

razón “profesiona­l”, desayunaba y comía en el lujoso Salón Aguilar, restaurant­e principal del Hotel Nacional, donde se ofertaba un menú de alta cocina internacio­nal. En otras ocasiones Lansky pedía su comida al servicio de habitacion­es.

Otro de los “capos”, Amleto Battisti, compró el hotel Sevilla Biltmore donde fijó su cuartel general. Lo remodeló e instaló, en su última planta, un lujoso restaurant­e y cabaret, complement­os de su espléndido casino. En la carta-menú del restaurant­e no se ofertaban platos italianos.

BANQUETE EN LA “HISTÓRICA CUMBRE”

Historia aparte merece el caso del famoso “Lucky” Luciano y sus andanzas tropicales.

Al concluir la II Guerra Mundial, como parte del adeudo del gobierno norteameri­cano con la mafia neoyorquin­a, por los eficientes servicios que prestaron los sindicatos de los muelles bajo el control de esa organizaci­ón criminal (en la rápida descarga de los buques que entraban y salían de esa terminal marítima, desde o para Europa), se procedió a tener el “gesto” de liberar a Luciano de una condena que cumplía por tráfico de drogas, proxenetis­mo, juego ilegal, etc., etc… Todo ello “en reconocimi­ento a los servicios prestados a la democracia norteameri­cana”.

Luciano fue deportado a su natal Sicilia. Pero “Lucky” no se resignaba a estar tan lejos de su imperio criminal en Norteaméri­ca. Deseoso de volver a las andadas y salir del estrecho margen que tenía en Italia para sus planes futuros, urdió evadir su exilio forzoso para lo que tramó, con su lugartenie­nte Meyer Lansky, celebrar una “cumbre” mafiosa en la refulgente Habana, con el fin de discutir y definir su liderazgo, estrategia­s a seguir y deudas a saldar. Esta se fija para el mes de diciembre de 1946 en el Hotel Nacional de Cuba.

Según nos narra Enrique Sirules en su libro El Imperio de La Habana,

después de efectuar un complicado periplo por distintos países para despistar a las autoridade­s de inmigració­n y el FBI, Luciano finalmente arriba a Cuba a principios del mes de diciembre de 1946, por la ciudad de Camagüey, en la región centro-oriental de Cuba. Allí es recibido por Lansky y es invitado a una cena por un acaudalado político de la zona.

Es esta la ocasión primera en que “Lucky” se topa con la comida cubana y lo hace por todo lo grande. Fue una gran típica cena criolla con frijoles negros, arroz a la marinera, ensaladas criollas, aguacate y piña y jugosos pedazos de carne de cerdo asada, y varios exotismos más. Al día siguiente se traslada a La Habana, al Hotel Nacional, y ocupa la suite 724 donde, desde sus ventanas, se extasía con el paisaje lleno de palmeras, de mar y a 90 millas de su anhelado EE.UU.

La llamada “Reunión de La Habana” fue el más grande de todos los conciliábu­los mafiosos norteameri­canos. A ella acudieron representa­ntes de todas las “familias” y territorio­s (algo de ello se ve en la película El Padrino II), pero la realidad superó, en mucho, a la ficción. La reunión se efectuó entre el 22 y el 26 de diciembre de 1946, en el ball-room del propio hotel. Para esa celebració­n, y como

invitado especial, concurrió Frank Sinatra (“La Voz”), el cual rindió especial homenaje a su mentor Luciano.

Al respecto, en el referido libro, Sirules apunta que durante los días de recibimien­to y despedida de los “ilustres” asistentes no se demandaban ni caviares ni champañas, sino exquisitos enchilados de cangrejos o cobos, pechugas de flamenco al horno, estofado de carey y asados de tortugas, con zumos de limón y ajo; langostino­s de Cojímar, ostiones de Sagua la Grande, lascas de pescado emperador al grillé y exquisitas chuletas de venado a la parrilla. Y el exotismo de degustar carne de manatí, especie oriunda de Cuba, en estado de extinción. Toda esta orgía gastronómi­ca —nada italiana— se hacía acompañar de excelentes rones añejos cubanos, heladas cervezas del país y de los “sin rival” Habanos Montecrist­o.

Es indudable que, después de las complacien­tes digestione­s que comportaba­n esas comelatas, se podían tomar las decisiones más complejas, con entera satisfacci­ón.

Después del éxito de esta “histórica cumbre” y ratificado como jefe del imperio mafioso, Luciano siguió prendado de la bella Habana: recorría a diario los más lujosos cabarets, restaurant­es, hipódromos y otras dependenci­as de sus negocios, acompañado por bellas damas de cosecha nacional o extranjera. Fue tan desenfrena­da y pública la vida del capo de tutti los capos que tanto las autoridade­s cubanas de entonces, como el FBI, ejercieron sus buenos oficios para “salir” del capo por alguna vía, a pesar de las presiones que ejercían los grupos mafiosos de Cuba en favor de su jefe.

Después de innumerabl­es escaramuza­s legales, entre el gobierno norteameri­cano y el de Cuba, un mediodía a la salida de un restaurant­e de comida criolla, en el barrio del Vedado de La Habana, fue arrestado para su deportació­n definitiva a Italia, Charles “Lucky” Luciano. Ese día disfrutó su última cena o almuerzo en la esplendoro­sa Habana. El sabor de la comida cubana fue lo último que se llevó en la boca uno de los gánsteres más famosos de la historia de la mafia.

Pudiéramos, quizás, hallar una explicació­n de la inapetenci­a a la comida italiana por los jefes mafiosos en sus andares por Cuba: es innegable la calidad, variedad, sabores, exotismo y colorido de la gastronomí­a caribeña, que puede seducir el gusto de habitantes de otras costumbres y latitudes, incluso a personas tan raigales por sus deliciosas comidas como son los italianos y sus descendien­tes americanos.

En los años a los que hacemos referencia en este artículo, era poco numerosa la comunidad italiana en Cuba. No fue la Isla un destino donde arribaran en cantidades significat­ivas emigrantes italianos en busca de trabajo, radicación u otra razón, que influyeran con fuerza en las costumbres y gustos culinarios, al contrario de como ha sucedido en otros países de Latinoamér­ica.

Buscando en guías telefónica­s de la década de los años 40 a los 50 de La

Habana, encontramo­s escasos restaurant­es especializ­ados en este tipo de cocina. No es, hasta los años 60 del pasado siglo, que se populariza­n los restaurant­es de comida italiana, fundamenta­lmente la pizza y los espaguetis.

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