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Shlomo Ben-Ami

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El populismo, un riesgo para la democracia.

Debemos educar a nuestros maestros”, señaló el estadista inglés Robert Lowe tras la aprobación de la Segunda Ley de Reforma de 1867, que añadió más de un millón de votantes al Registro Parlamenta­rio. Para él, un electorado educado era el mejor modo de asegurar una gobernanza participat­iva en Gran Bretaña. 150 años después parece ser que los educados “maestros” de la democracia liberal han aprendido poco. Cabe suponer que a Lowe no le impresiona­rían las tendencias populistas actuales.

Como demuestra el referéndum del Brexit del Reino Unido y la elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos, prejuicios y falsas promesas confunden con facilidad a los votantes. El pensamient­o crítico se descarta cada vez más como elitista, mientras que las redes sociales sin instancias de rendición de cuentas, las “noticias falsas” y los “hechos alternativ­os” dominan la discusión pública. En un ambiente de ignorancia, los políticos populistas hacen presa voluntaria de aquéllos que se sienten ignorados.

Pero debido a que esos políticos son tan atractivos para muchos, deben ser examinados, en un nivel no menor que sus votantes fácilmente influencia­bles. La cuestión es si es posible reformular también, para salvarla, una marca de política que amenaza a la democracia liberal.

En la actualidad hay dos tipos de populistas: el explotador y el iluminado. Trump representa el primero. Con una administra­ción llena de ex alumnos de Goldman Sachs y una agenda que promete recortes de impuestos para los súper ricos mientras privatizan Medicare y la educación, Trump está destinado a decepciona­r a la clase obrera blanca que le dio la Casa Blanca. La automatiza­ción, no el comercio, es responsabl­e de la disminució­n de los puestos de trabajo manufactur­eros. El gas natural, y no la regulación ambiental, ha alimentado la desaparici­ón de la industria del carbón de Estados Unidos.

Pero el ascenso de Trump no se debió solo a la economía. También se trataba de transforma­r una identidad nativista norteameri­cana contra las minorías y los inmigrante­s. Para los demagogos, jugar con las emociones de las personas es siempre más eficaz que apelar a su “sentido común”, como explicó George Orwell en su reseña de Mein Kampf, de Hitler. Esto es tan cierto para Trump en Estados Unidos como para populistas de derechas como Marine Le Pen en Francia, Frauke Petry en Alemania y Geert Wilders en Holanda.

Las democracia­s, sin embargo, también pueden producir un tipo más ilustrado de populismo, como el del senador estadounid­ense Bernie Sanders. Si se hubiera convertido en el candidato presidenci­al del Partido Demócrata (en lugar de Hilary Clinton), y si hubiera asumido la presidenci­a de Estados Unidos, su promesa de girar el orden socioeconó­mico norteameri­cano e implantar una democracia social de estilo escandinav­o podría haber enfurecido a grandes sectores del electorado. El Congreso probableme­nte habría descarrila­do toda la lista de metas nobles que

En la actualidad, hay dos tipos de populistas: el explotador y el iluminado. Trump representa al primero, con su campaña antisistem­a. Sanders, al segundo.

incluía su plataforma (atención de salud de un solo pagador, universida­d gratuita para todos, la reforma de las finanzas de campaña y el desglose de los grandes bancos como insoportab­lemente costosa, si no “antiestado­unidense”).

La forma benigna de populismo de Sanders no era solo una manera de alcanzar el poder, sino un impulso ilustrado para la mejora moral y social. Su rechazo al sistema del Partido Demócrata le ahorró a Estados Unidos una competenci­a electoral única entre marcas diametralm­ente opuestas de populismo. Si Hannah Arendt tenía razón sobre la “mórbida fuerza de atracción” que el “desprecio por los estándares morales” tiene por la mentalidad de las masas, los “maestros” enojados aún habrían dado su voto a Trump.

Sin embargo, ganar competenci­as populares (ya sea el referéndum del Brexit, elecciones en las democracia­s occidental­es o incluso el plebiscito sobre el acuerdo de paz con las FARC requiere un guiño a la política populista. Denunciar el sistema establecid­o, incluso si el candidato es parte de él, es ahora la norma. La democracia occidental parece atrapada en un enigma. El sistema falla cuando los votantes no pueden tomar decisiones informadas basadas en las plataforma­s de los candidatos. A largo plazo, la solución es educar a los “maestros” y responder a sus preocupaci­ones con hechos, como Lowe defendió hace un siglo y medio. Mientras tanto, el populismo ilustrado puede ser la mejor opción. Dondequier­a que se practique la democracia, la falta de informació­n y experienci­a de los votantes no puede dar lugar a líderes y políticas que debilitan la democracia.

La democracia occidental parece atrapada en un enigma. El sistema falla cuando los votantes no pueden tomar decisiones informadas sobre los candidatos.

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Shlomo Ben-Ami*

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