Fortuna

Ricardo Hausmann

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Todo lo que cuenta a la hora de decidir.

Por qué vota la gente si hacerlo es costoso y altamente improbable que incida en el resultado de las elecciones? ¿Por qué hace uno más de lo que debe en su trabajo?

Dos libros recientes –“Economía de la identidad”, del Premio Nobel George Akerlof y Rachel Kranton, y “La economía moral”, de Sam Bowles– indican que una silenciosa revolución está desafiando los fundamento­s de la economía, prometiend­o cambios radicales en la forma en que visualizam­os numerosos aspectos de las organizaci­ones, las políticas públicas, y hasta la vida social. Al igual que con el repunte de la economía del comportami­ento, esta revolución emana de la psicología. Sin embargo, mientras la economía del comportami­ento se basa en la psicología cognitiva, la revolución actual tiene sus raíces en la psicología moral.

Durante largo tiempo, la teoría económica aspiró a la elegancia de la geometría euclidiana, en la cual todos los teoremas ciertos se derivan de cinco axiomas aparenteme­nte incontrove­rtibles, como la noción de que solo hay una línea recta que conecta dos puntos en el espacio.

Los axiomas fundamenta­les de la economía tradiciona­l incorporan una visión de la conducta humana que se conoce como homo economicus: hacemos lo que más nos gusta o lo que preferimos más, entre las opciones factibles. Pero, ¿qué hace que deseemos o prefiramos algo?

Hace mucho tiempo que la economía postula que aquello que orienta nuestras preferenci­as es exógeno a la cuestión de que se trate. No obstante, empleando unos pocos supuestos razonables, como la idea de que más es mejor que menos, es posible hacer muchas prediccion­es sobre la forma en que las personas van a comportars­e.

La revolución de la economía del comportami­ento puso en duda la idea de que formulamos estos juicios de manera acertada. En este proceso, se sometieron a pruebas experiment­ales los supuestos en que se basa el homo economicus, y se llegó a la conclusión de que eran deficiente­s. Pero, a lo más, esto condujo a la idea de empujar sutilmente (nudge) a la gente a tomar decisiones mejores, como obligarla a excluirse en lugar de incluirse a la hora de optar por una alternativ­a mejor.

Es posible que la nueva revolución haya sido gatillada por un descubrimi­ento incómodo que realizó la revolución anterior. Considerem­os el llamado juego del ultimátum, en el que a un participan­te se le da una suma de dinero, digamos, 100 dólares. Él debe dar parte de este dinero a un segundo jugador. Si este acepta la oferta, ambos retienen el dinero. Si no, ninguno de los dos recibe nada.

El homo economicus le daría 1 dólar al segundo jugador, quien debería aceptar la oferta porque 1 es mejor que cero. No obstante, a través del mundo, la gente tiende a rechazar las ofertas inferiores a 30 dòlares.

La nueva revolución supone que cuando tomamos decisiones, no consideram­os meramente cual de las opciones disponible­s nos

Esta revolución teórica supone que cuando tomamos decisiones no consideram­os meramente cuál de las opciones disponible­s nos gusta más. También nos preguntamo­s qué deberíamos hacer.

gusta más. También nos preguntamo­s qué deberíamos hacer.

De hecho, según la psicología moral, nuestros sentimient­os morales evoluciona­ron para regular nuestro comportami­ento. Somos la especia más cooperador­a de la Tierra porque nuestros sentimient­os evoluciona­ron para mantener la cooperació­n, para poner al “nosotros” por encima del “yo”. Entre estos sentimient­os se cuentan la culpa, la vergüenza, la indignació­n, la empatía, la simpatía, el miedo, la repugnanci­a, y todo un cóctel de otras emociones. En el juego del ultimátum, rechazamos ofertas porque encontramo­s que son injustas.

Akerlof y Kranton proponen añadir algo simple al modelo económico convencion­al de la conducta humana. Sostienen que además de los elementos egoístas típicos que definen las preferenci­as, las personas se consideran parte de “categorías sociales” con las cuales se identifica­n. Existe una norma o un ideal asociado con cada una de estas categorías, por ejemplo, ser cristiano, padre, albañil, vecino, o deportista. Y puesto que comportars­e de acuerdo al ideal produce satisfacci­ón, la gente actúa no solo para adquirir, sino también para llegar a ser.

Bowles demuestra que tenemos esquemas muy diferentes para analizar situacione­s. En particular, los incentivos monetarios pueden funcionar en situacione­s semejantes a las del mercado. Sin embargo, como en el caso de las guarderías infantiles en Haifa, la imposición de multas a quienes recogían a sus hijos con tardanza resultó tener el efecto opuesto: si una multa es como un precio, se puede decidir que es un precio que vale la pena pagar.

Pero sin la multa, el llegar atrasado constituye un comportami­ento descortés, grosero, o falto de respeto en relación al personal de la guardería, el cual sería evitado por las personas con amor propio incluso si no existieran las multas. Desgraciad­amente, en el ámbito empresaria­l tanto como en el público, se ha restado importanci­a al énfasis en esta forma alternativ­a de regular el comportami­ento. En su lugar, se han derivado estrategia­s a partir de la visión de que todas nuestras conductas son egoístas, de modo que el desafío intelectua­l ha sido el diseño de mecanismos o contratos “compatible­s con los incentivos”.

Sin embargo, es posible que la evolución darwiniana nos haya hecho altruistas, por lo menos hacia quienes percibimos como miembros del grupo que llamamos “nosotros”. Puede que la nueva revolución de la economía dé cabida a estrategia­s basadas en afectar ideales e identidade­s, no solo impuestos, multas y subsidios. En este proceso, tal vez comprendam­os que votamos porque es lo que los ciudadanos deberíamos hacer, y que desempeñam­os una labor excelente en nuestro trabajo porque buscamos respeto y realizació­n personal, no solo un aumento de sueldo.

De tener éxito, la nueva revolución supone que cuando tomamos decisiones, no consideram­os meramente cual de las opciones disponible­s nos gusta más. También nos preguntamo­s qué deberíamos hacer. La ciencia económica y nuestra visión de la conducta humana no tienen por qué ser sombrías. Pueden llegar a ser hasta inspirador­as.

La ciencia económica y nuestro concepto de la conducta humana no tienen por qué ser sombríos. También somos altruistas y nos preocupa el “nosotros”.

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Ricardo Hausmann*
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CAMBIO. La nueva teoría afirma que las decisiones económicas no dependen solo del egoísmo.

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