Javier Solana
No es la inmigración; es la desigualdad.
Cada cinco años, la Unión Europea tiene una cita con el espejo: las elecciones al Parlamento Europeo nos sirven para contemplar el semblante de nuestro proyecto común y hacer balance del paso del tiempo. Así ha sucedido a fines de mayo. Fueron las primeras elecciones desde la crisis de los refugiados, desde el referéndum sobre el Brexit y desde la elección de Donald Trump en Estados Unidos.
Por desgracia, las turbulencias económicas y migratorias de los últimos años —gestionadas de forma manifiestamente mejorable por parte de la Unión Europea y sus Estados miembros— no han contribuido a la causa. Los partidos nacionalpopulistas han sabido aprovechar el actual clima de desasosiego, en el que han germinado sus propuestas, consistentes en afrontar ciertos desafíos de presente y futuro (como la crisis demográfica) mediante recetas propias de un pasado idealizado (repliegue nacional).
El principal elemento que une a esta amalgama de partidos —más heterogénea de lo que puede parecer— es su discurso anti-inmigración, que adquiere tintes xenófobos. A este respecto, debemos seguir recordando que existe un derecho de asilo internacionalmente reconocido, que la inmigración en su conjunto puede ayudarnos a atajar nuestro problema demográfico, y que en Europa hay muchos menos inmigrantes de lo que suele pensarse. Oponerse a los flujos migratorios descontrolados es razonable; mirarse el ombligo y desentenderse de los habitantes de nuestros países
vecinos nunca lo será. En cualquier caso, el tema que más angustia hoy en día a los europeos no es la inmigración, sino la economía. Uno de los grandes retos actuales es la desigualdad, que viene aumentando en prácticamente todos los países de la OCDE. Lo mismo ha ocurrido con la brecha Norte-Sur en Europa, a raíz de la crisis económica. Si bien los Estados miembros no pueden eludir sus responsabilidades, las instituciones europeas deben hacer más por promover un nuevo pacto social que sea medioambientalmente sostenible, que dé respuesta a las disrupciones en el mercado laboral y que favorezca la cohesión a escala europea.
Si los partidos europeístas pretenden que esta creciente politización no se vuelva en su contra, harán bien en forjar una narrativa transformadora. Aunque en ocasiones podamos recrearnos nostálgicamente en “el mundo de ayer”, como hacía Stefan Zweig, tengamos en cuenta que el genial escritor austríaco se desvivió siempre por un proyecto de futuro: esa unión pacífica de Europa que nunca llegó a ver, pero que contribuyó a hacer realidad sin saberlo. Evitemos, pues, que la nostalgia se apodere ahora de quienes nos sentimos herederos de su causa, y comprometámonos a construir juntos la Europa de mañana.
El caos del Brexit ha dejado indicios inequívocos de que fuera de la Unión Europea hace mucho frío. Salta a la vista que, con solo abrir la puerta, el Reino Unido ya se ha estremecido.